(A propósito del centenario de su nacimiento) 

Lucidez, enfrascamiento en el detalle, morosidad antianecdótica, juego con el lenguaje coloquial, condescendencia y rechazo con respecto al realismo, diseminación de la literatura en la psicología, la pintura, el cine, la filosofía, indiferencia con la división genérica… Estas son algunas de las características del ejercicio crítico del uruguayo Emir Rodríguez Monegal (28 de julio de 1921-14 de noviembre de 1985), quien a partir de los años cuarenta instauró un discurso analítico de irreverentes saberes poéticos.

Monegal asumió sobre sí la magnitud desmedida de los enconos que su grupo de edad fue suscitando en los anteriores de alguna altura y la saña de los mediocres de todas las etapas, acostumbrado a la impunidad literaria, a la tenue benevolencia de peñas y circulitos.

En realidad, según Carlos Real de Azúa,  desde Alberto Zum Felde, ha sido Rodríguez Monegal el escritor uruguayo con más enemigos “y –aunque pueda discreparse de varios de sus contundentes dictámenes juveniles, aunque pueda no compartirse su estilo polémico, extremadamente frío, metódico, sin resquicios, aunque pueda reconocerse que su mano es, cuando quiere golpear, demasiado pesada y todas sus opiniones demasiado seguras– la verdad es que no se llega impunemente (por lo menos entre nosotros) a ser tan respetado y hasta temido como lo es él, a alcanzar un círculo de lectores más amplio que el que ninguna crítica ejercitante había alcanzado, a ser competente, al mismo tiempo en monografía e investigación literarias y en ese juicio sobre libros, películas y dramas del día, para el cual ninguna erudición sirve de muleta y son prácticamente infinitas las posibilidades de pifia”.

En realidad, en las alegorías, lo vivido no se diferencia de lo leído o de lo escrito, y en las atentas vueltas de un itinerario dos veces previsto Emir Rodríguez Monegal apuntalaba testimonios de una época, datos de lectura e interpretaciones filtrados en un mismo texto donde, de la misma manera que sus reseñas los acontecimientos cotidianos pasaban a formar parte del ejercicio crítico sin apartarse de la realidad.

No habría que cuestionar la implicación del investigador en los modelos que propone ni descartar los riesgos que el trato constante con la ficción le depara. Ambas posibilidades prefiguran episodios de resolución conflictiva pero también coincidencias que la fatal contaminación con la ficción explicaría en parte. En uno de sus ensayos sobre la literatura fantástica, (“Borges por él mismo”, 1980), después de examinar sus variantes, Emir observa: “En todos los casos un pedazo irrefutable de la realidad aparece injertado en la ficción; aparece lastrando la realidad”. En el marco de esa lógica distinta, por el efecto de los “shifting mirrors”, la simetría, por contraria, vale: esa literatura disemina fragmentos de ficción que, bien injertados en la realidad, la lastran de irrealidad, un lastre “de verdad” que los historiadores tampoco refutarían.

Distintas teorías explican los procesos de proyección que desencadena la literatura, como también ocurre con otras formas artísticas: el autor se identifica con sus personajes de modo que, por personaje interpuesto y por una propiedad transitiva elemental, el lector se identifica con el autor. En consecuencia, el crítico, que es un lector sin reservas, se incorpora a la cadena y, a su vez, se identifica con todos ellos, borrando los límites de los géneros literarios.

Liberarse de la opresión de los géneros es tal vez una fatalidad que nadie ha decidido, pero, sea como fuere, significa la posibilidad de recuperar una libertad sin la cual, por otra parte, la escritura es repetición, mímesis de la obra analizada. ¿Recuperarla o sentirla por primera vez? Tengamos en cuenta que esa repetición o mímesis, en la órbita del autor de “Las formas de la memoria” (1986), fue por añadidura epigónica, o sea de gestos ajenos, nuestro viejo problema de la dependencia, si se quiere nuestro subdesarrollo mental y económico. Pero hay algo más: liquidar la opresión de los géneros es también para Emir Rodríguez Monegal un camino para moverse en el vacío que el ejercicio de la libertad promete (vacío que desconcierta, angustia o confunde a lectores que, si rechazan, rechazan la pérdida de las normas y, si aplauden, aplauden la falta de límites, la confusión) pero no a muchos autores que de este modo se permiten remitir al cero original de su obra analítica. Habría, además, que ver qué significa la “libertad” del crítico dentro de un contexto sin libertad, si es una pretensión irritante o si es una capacidad de sublimación que habla de cierta salud primordial en sociedades por tantas razones comprimidas, desvirtuadas, demolidas, alienadas.

El punto en el que se tocan las formas logradas a partir de esa libertad y la compresión de las significaciones reside en la lectura que ofrece un tiempo de reflexión que el texto acorta e incluso veda pero que es en el acto de la crítica donde los resultados de la destrucción de los límites de género son tal vez más evidentes y donde casi lo único que queda de la vieja preceptiva es la idea de una buena reseña.

En la obra de Emir Rodríguez Monegal la claridad no se confundía con simplificaciones que los medios de comunicación todavía no propiciaban, la comodidad de esquematismos “prêt à parler” que enmascara los problemas y controla la compresión, ha dicho Lisa Block de Behar. Talismánica, la energía “infundida por Emir (…), el afán crítico y la irreverencia del dogma”, provocan el alumbramiento, un descubrimiento gradual, el prodigio del conocimiento compartido (esa especie de “co(n)naissance”, según la etimología que deseaba imaginar Claudel), la conversión del saber en conocimiento personal, del pensamiento personal en suspenso, el suspenso en “reserva” crítica. 

La tensión “enfermiza” por apropiarnos del texto no es sino una expresión de la tensión por apropiarnos “a” nosotros mismos, “de” nosotros mismos, y eso es un proceso poblado y tejido de textos. Sin embargo, ha de reconocerse que la “intriga” es la obra común del texto y del lector. Y, en esa medida, es el acto de lectura, el que en efecto “realiza” la obra. 

No se ignora que la escritura literaria –una prescripción– no solo constituye una prioridad literal: una anticipación inquietante de letras que proceden del pasado, que remiten a una anterioridad, aunque accedan a otro tiempo que no coincide con el tiempo histórico y lineal de fechas y calendarios (aunque lo revelen), sino a un análisis diferente donde casualidad y causalidad se alternan (se aliteran, se alternan) entrecruzando planes y planos de asombros.

Quizá aquí reside el destino de la crítica y del ensayo en el futuro: no discernir juiciosamente los valores de una obra, sino encarnarlos en el doble del análisis y la participación. Además de haber escrito excelentes ensayos de crítica en su primera época, especialmente en las revistas Marcha y Nuevo Mundo, durante los años 1940 y las décadas de los sesenta y setenta, el Monegal de la madurez parece anunciar también esa nueva forma de escritura crítica. 

Prescindiendo de exhibicionismos metodológicos, de escrúpulos más o menos teóricos y sus proliferaciones terminológicas, Emir Rodríguez Monegal no duda en asumir la crítica literaria contrayendo precisiones históricas, datos de la tradición, impresiones heredadas y personales, de resortes simbólicos que interpreta a fondo sin que la profundidad de su conocimiento pretenda aclarar el enigma total de una obra de arte.

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Plinio Chahín es poeta, crítico, docente y ensayista dominicano, autor de Pensar las formas (2017).