Cuento inédito

El jardinero de palacio era un hombre de sesenta años, de pocos amigos y de pocas palabras. Además de aporcar, podar y abonar las plantas, se encargaba de alimentar a los patos extranjeros del estanque. Había enviudado años atrás, un matrimonio para más sin hijos, y por toda parentela le quedaba una hermana que vivía al otro de la ciudad, a la que visitaba algunos sábados. 

De lo contrario, se quedaba fumando en la covacha que el intendente general le había asignado, hasta que se acercaba la tanda de cinco del cine Aladino, que quedaba en la avenida de la Insurrección Popular, cruzando el parque de los Héroes y Mártires.

Alguna vez había visto al presidente pasearse por los jardines, las manos a la espalda, seguido a prudente distancia por su secretario privado, que cargaba una silla de lona plegable, como las de los directores de cine, para cuando quisiera sentarse a despachar la correspondencia bajo la arboleda de las acacias, a un tiro de piedra del estanque. 

El presidente era un hombre alto, fornido, de tez algo rubicunda, que andaba siempre erguido. Y si de pronto movía la cabeza, el marco dorado de sus lentes cogía una chispa de sol.

El jardinero también era alto, fornido, de tez algo rubicunda, aunque la costumbre de agacharse sobre las plantas le había quitado hacía tiempo el andar erguido; y a diferencia de las manos del presidente, bajo el cuido esmerado de un manicurista, las suyas eran toscas. Manos de jardinero.  Pero tenía una vista de lince, de modo que no usaba anteojos.

A veces llegaba una criada de cofia a buscarlo a los jardines porque solicitaban su presencia puertas adentro. Se quitaba entonces el delantal de cuero y las botas de hule, se lavaba las manos y la cara en el mismo grifo del que llenaba los baldes, se repasaba el pelo con los dedos, y se dirigía a la puerta de servicio. 

A través de un túnel por el que corrían desnudas las tuberías y los cables, llegaba a unas escaleras que subían hasta el salón azul, donde lo esperaban la primera dama. Era una mujer muy delgada, con las clavículas repintadas en la piel, la boca apretada y el color terroso, que respiraba como si suspirara; y porque se rizaba el cabello que tenía un color de oro viejo, olía a amonio. 

Lo quería para que divirtiera a los nietos, porque antes de jardinero había sido artista de circo. Ni bailarín de rumbas, ni prestidigitador, ni virtuoso de la cuerda floja, o algo parecido. Era el que sacaba al mono de su jaula y lo llevaba a hacer sus gracias a la pista. Su mujer ya fallecida era la que metía la cabeza en la boca del león. 

A veces terminaba haciendo de caballito para los niños, y en cuatro patas, con uno de ellos a la espalda, que la clavaba los talones en las costillas, debía recorrer la extensa alfombra azul de arabescos dorados, de la que tomaba su nombre el salón. 

Recostado en el mullido espaldar del asiento forrado de pana roja de la limusina, que huele a polvo, va camino a la gran concentración popular del aniversario del triunfo de la revolución, mientras atruenan las motocicletas que abren paso a la caravana, y las luces giratorias de las radiopatrullas de la escolta se reflejan como manchas borrosas en los cristales ahumados de las ventanillas. 

Viaja al centro de la formación, cuyo principio y fin le es imposible ver, en una de tres limusinas negras que alternan posiciones durante la marcha, todos los vehículos con los faros encendidos en pleno día. Detrás de las limusinas va una ambulancia equipada con un quirófano, y en ella tres médicos del Hospital Militar: un cirujano de tórax, un cirujano de cabeza y cuello, y un traumatólogo, que pueden hacer frente a heridas provocadas por armas de fuego. 

Arriba, oye el martilleo de las aspas de los dos helicópteros artillados que sobrevuelan la caravana. 

En el asiento delantero el jefe de escolta se mantiene alerta vigilando con movimientos de cabeza ambos lados de la calle, y atento al tráfico de voces que van y vienen en su audífono de serpentina.

Una de las reglas básicas del manual de seguridad personal establece que el objetivo, que es él, debe sentarse a la derecha en el asiento trasero, porque al primero que disparan en un atentado, cuando la caravana está en movimiento, es al chofer, y el objetivo no debe hallarse nunca en ángulo propicio de tiro.

De todas maneras, la carrocería de la limusina, compuesta de acero, aluminio y titanio, tiene un blindaje de veinte centímetros de grosor, capaz de soportar el impacto del proyectil de una lanzacohetes RPG-29, y los vidrios de las puertas están reforzados con cinco capas de policarbonato. 

Empotrado a mitad del asiento de la limusina hay un teléfono con múltiples teclas prefiguradas. Según la tecla que pulse responderán:

El jefe de la Oficina de Seguridad del Estado.

El secretario privado.

El jefe de la guardia presidencial.

El jefe de seguridad personal. 

El ministro de la presidencia.

El comisionado mayor de policía, 

El comandante general del ejército. 

La primera dama. 

Tiene prohibido tocar las teclas de ese teléfono. También hay frente a él un bar compacto con una hielera de electroplata, y vasos de cristal cortado. Frascos de whisky, coñac, vodka. Agua Perrier.  También tiene prohibido tocar esas botellas.

La primera dama había seleccionado en un catálogo canadiense los patos que quería para el estanque del jardín, y fueron traídos al país en un avión de carga, cada uno en su jaula de viaje, con su nombre científico, su peso, sus requerimientos veterinarios, y las especificaciones de su menú diario. El embarque constaba de:

Una pareja de ánades reales.

Una pareja de ánsares índicos.

Una pareja de cercetas doradas.

Una pareja de patos mandarines.

Una pareja de canards pompon. 

El menú tenía variantes según la edad y el peso de cada ejemplar, pero básicamente constaba de trigo remojado, granos de maíz triturado, gluten de sorgo, frijol de soya, arroz molido, harina de alfalfa, y semillas de girasol tostadas. Él era el responsable de hacer la mezcla en sus debidas proporciones. 

Ocurrió la desgracia de que el canard pompon macho amaneció muerto una mañana de mucha lluvia, y el veterinario de palacio declaró que se trataba de una intoxicación alimenticia. Al tercer día la hembra murió a causa de melancolía, de acuerdo también al criterio del veterinario. 

La primera dama convocó entonces al jardinero al salón azul, y a gritos que se oían por todo el jardín desde las ventanas abiertas, lo llamó asesino, y ordenó que lo despidieran en el acto. 

Los niños que montaban a sus espaldas lloraron inconsolables, lo que la hizo retractarse. Dispuso entonces que lo hicieran pagar de su salario el precio de los patos muertos, pero el intendente general le hizo ver que pasaría mucho tiempo, y quizás tomaría toda la vida del jardinero, antes de que alcanzara a saldar la cuenta en abonos mensuales. Y como ella estaba por partir a los lugares santos a la cabeza de una comitiva oficial, el incidente pasó al olvido, y la siguiente vez que lo llamó fue para que divirtiera como siempre a sus nietos. 

Cuando la limusina se detiene, los gritos de la multitud se encabritan entre las banderas, mantas y pancartas. El jefe de escolta agarra desde fuera la manija de la puerta, listo para abrirla, pero debe esperar que le llegue a través del audífono el aviso de que el camino hasta la tribuna se halla asegurado. 

Otra regla básica del manual de seguridad personal dice que, como el diablo siempre anda suelto, debe impedirse toda posibilidad de acceso directo al objetivo a cualquier asesino potencial, y más si se trata de un asesino solitario, alguien que sólo ha conspirado consigo mismo en la reclusión de su domicilio para llevar adelante el atentado. Un fanático, un desequilibrado mental, no tiene más guía que la ciega voluntad de ejecutar su designio, y no hay prevención que deba desperdiciarse.

Por esa razón hay una primera franja profiláctica de diez metros delante de la tribuna, donde sólo se sitúan policías de civil, en la primera fila, y en las de atrás colaboradores de la red territorial de inteligencia, y dirigentes y activistas de los barrios, de probada fidelidad al partido. Pero aún esa franja debe ser depurada una y otra vez.

Una tarde de enero se hallaba de rodillas cortando con las tijeras de podar las hojas muertas de un seto de bromelias, muy cerca del muro oriental del jardín, en el linde con los predios del zoológico nacional, allí donde se escuchan de cerca los bramidos del tigre blanco que hacen chillar de pavor a los monos en sus jaulas, cuando sintió una presencia a su lado. 

Alzó lentamente la vista y lo primero que vio fueron las brillantes punteras de los zapatos de charol negro, y luego las botamangas de los pantalones de lino blanco, el faldón del saco de lino blanco, los dedos de uñas bien pulidas, el reloj enredado de vellos en la muñeca, el puño de la camisa, el cuello almidonado, la corbata negra de seda tornasolada. 

Se incorporó, urgido. Sólo lo había visto antes de lejos, bajo la arboleda de las acacias. Ambos tenían la misma estatura, de modo que cuando se miraron a la cara ninguno de ellos tuvo que mover un milímetro la cabeza. El secretario privado permanecía a distancia, cargando la silla plegable en una mano, y en la otra sostenía el abultado cartapacio con la correspondencia pendiente.

Se ajustó los lentes de aros dorados, que recogieron un reflejo fugaz, y después de examinarlo detenidamente le ordenó que girara sobre sus talones, quería verlo de espaldas. Que se alejara unos pasos y regresara. Que se deshiciera de las tijeras de podar, y caminara de nuevo de ida y vuelta, un trecho ahora más largo. 

Cuando volvía del último de esos paseos, se dio cuenta de que ya no estaba. Había desaparecido junto con el secretario privado.

En los altoparlantes distribuidos por toda la plaza resuena en ecos la voz del maestro de ceremonias que anuncia su presencia. Anuncia que va a subir a la tribuna, y pide que lo reciban con aclamaciones. Él ya está fuera de la limusina. El jefe de edecanes le ajusta las borlas de la banda presidencial que sobresalen debajo del faldón de la guerrera verde olivo, para que el escudo de armas de la república. bordado en hilos de oro, quede justo en medio del pecho. 

Y entonces avanza a paso seguro entre la formación de guardaespaldas vestidos de trajes gris ratón y rasurados a ras del cráneo, ni muy lento ni muy apresurado, como ha sido instruido, a un lado la tribuna donde los invitados de honor lo aplauden, el gabinete de gobierno, el estado mayor del ejército, los mandos superiores de la policía, los muchachos de la juventud revolucionaria con sus pañoletas al cuello, las muchachas vestidas con trajes típicos, los héroes del trabajo con sus sombreros de palma. El cuerpo diplomático en pleno. Y al otro lado la valla metálica detrás de la que llegan los gritos, el coro acompasado de consignas. Alza ambos manos, saluda mientras camina. No debe detenerse.

El protocolo indica que a los actos públicos la primera dama llega sola, con su propia caravana, pero deben regresar juntos, y ella entra de primera a la limusina, como corresponde. Va seria, mirando al frente, y no le dice una sola palabra durante el trayecto hasta palacio. Mejor así, piensa. No deja de temer a su mal carácter desde la rabieta por el incidente del canard pompon muerto de hartura, y su pareja muerta de melancolía.

Al día siguiente del encuentro con el presidente en el jardín, un jeep militar lo condujo a las dependencias de la Oficina de Seguridad del Estado. Allí mismo pasó revisión médica en una habitación equipada como cuarto sanitario. Lo desnudaron, lo midieron, lo pesaron. En otra, equipada como estudio de grabación, le dieron a leer un discurso del presidente en voz alta. En otra, equipada con un pupitre, papel membretado, hizo una práctica de caligrafía, con bolígrafo, y con pluma fuente.

En otra, equipada como un salón de belleza, un peluquero le manoseó la cabeza, lo peinó, lo despeinó, y lo volvió a peinar. Llegó un cosmetólogo que revisó con una lupa su piel. Lo llevaron a otra, donde había reflectores y equipos de fotografía, y debió posar por varias horas, de pie, sentado, saludando en alto, y cada vez vestido de manera distinta. De chaqué, reglamentario en las ceremonias civiles solemnes. De uniforme militar de gala, obligado en las paradas militares. De uniforme militar verde olivo. De traje oscuro de alpaca.  De traje de lino blanco. De guayabera. 

Al final del día agotador, fue llevado al despacho del jefe, quien, después de revisar el expediente que había ido siendo acumulado a lo largo de la jornada, le dijo, en resumen:

 Que debía engordar cuatro kilos, para lo cual se entendería con un dietólogo de la misma oficina.

 Que le confeccionarían zapatos con tacones de tres pulgadas de alto, para lo cual un zapatero, también de la misma oficina, estaría a su disposición. 

Que las cicatrices de acné de la cara serán tratadas con el maquillaje adecuado por el cosmetólogo a quien ya conocía. 

Que no será necesario llamar al sastre para que le confeccionara un guardarropa. Los que se había probado le quedaban perfectamente bien. 

Que, en cuanto a voz, era milagroso, pero no necesita ajustes ni en la dicción ni en el tono.

Que el trazado de la firma era satisfactorio, según las pruebas caligráficas.

Que en adelante debería abstenerse, bajo prohibición absoluta, de visitar a su tía, a quien le sería notificado que había sido enviado a seguir un curso de jardinería avanzada en el extranjero.

Que su nombramiento de jardinero quedaba cancelado, y se brindaría al personal la misma explicación sobre su ausencia.

Que cambiaría de alojamiento en palacio, y en adelante viviría en una habitación del sótano.

Debe dar la bienvenida al presidente de Haití, en la plataforma de la terminal del aeropuerto internacional. Todo ha sido ensayado muchas veces al filo de las madrugadas, en una cancha de baloncesto desierta, de la guardia presidencial, de modo que actúa de manera impecable. 

Cuando el avión se detiene frente a la escalerilla, avanza por la alfombra roja, saluda al visitante, lo conduce al estrado bajo el palio para escuchar los himnos nacionales, la mano abierta sobre el pecho, el dedo índice señalando el corazón, según la hoja de protocolo, y luego lo acompaña a pasar revista a la guardia de honor. Tras el saludo al gabinete de gobierno y al cuerpo diplomático, lo deja en la puerta de la limusina que espera estacionado en la pista. 

Allí terminaba su papel.

En su habitación del sótano tenía un catre de campaña, y una mesa de material plástico donde un criado sordomudo le servía la comida. Al lado estaba el vestidor, con el amplio guardarropa del que hacía uso según el compromiso que le tocara. El vestidor era cinco veces más grande que la habitación.

El caso es que podían necesitarlo en cualquier momento, según los avisos que le transmitía el secretario privado. Recibir una delegación municipal que llegaba a solicitar la construcción de un puente o de un rastro público; un coro de escolares que llegaba a cantarle una canción folclórica desde una escuela rural lejana, ocasión en que debía entregar un regalo a cada uno de los niños. Presidir una sesión de gabinete. Despachar asuntos de estado con los ministros. Atender en audiencia pública a solicitantes de favores: dispensas de impuestos, excarcelación de reos, atención médica, ayudas en metálico. Recibir las cartas credenciales de los embajadores extraordinarios y plenipotenciarios. Atender a los líderes del partido.  

En la sala de las banderas, donde se realizaban las audiencias, había un espejo ciego, que se abría como una ventana desde un gabinete íntimo. Allí se ocultaba a veces el presidente para observarlo, y se divertía viendo como aún sus amigos más cercanos, que ocupaban cargos públicos, o en el partido, resultaban engañados. Le rendían cuentas, llenos de miedo. Le prometían obediencia, se reían de sus malos chistes.

Pero se le necesita con más frecuencia fuera. Una vez al año, ofrece el mensaje a la nación desde el recinto del Congreso Nacional. Inaugura ferias agropecuarias, campeonatos de beisbol, congresos médicos. Visita orfelinatos. 

En una ocasión, cuando hace su entrada al patio del orfelinato de varones regentado por los hermanos del Divino Verbo, al tiempo que una pareja de huérfanos se adelanta para entregarle un ramo de flores, un hombre vestido de corbatín y chaqueta de mesero, porque después los hermanos ofrecen una recepción en su honor, saca un revólver y le dispara a cinco metros de distancia, según establece el peritaje posterior.

Alcanza a ver el breve fogonazo, y nada más, porque los guardaespaldas se lanzan encima de él para protegerlo con sus cuerpos, y oye al hombre gritar cuando lo reducen: ¡muera el dictador asesino!

De inmediato los médicos de la ambulancia le practican una revisión concienzuda. El hombre era un buen tirador, y el proyectil le produjo una quemadura en el chaleco antibalas, cerca de la clavícula izquierda. pero nada más. 

Esa noche el presidente llega a visitarlo a su habitación del sótano para darle las gracias, y asegurarle que el asesino ya no tendrá oportunidad de disparar de nuevo. 

Él estuvo a punto de preguntarle: ¿por qué dictador? ¿Por qué asesino?

La solemne ceremonia en que fue juramentado para ejercer un nuevo periodo presidencial de seis años se celebró en el Palacio de los Poderes Populares. Unas niñas del colegio obrero Cristo Rey, a cargo de las monjitas del Sagrado Sacramento, tuvieron a su cargo bordar, con los consabidos hilos de oro, el escudo de la banda presidencial. Cada vez que se cumplía un nuevo periodo, la banda anterior era depositada en una urna para ser exhibida en el Museo de la Revolución Libertadora.

Hubo cuatro fiestas para celebrar la toma de posesión: en el Club de Obreros y Artesanos, en el Club de Profesionales Liberales, en el Casino Militar, y en el Golf & Country Club. Las atendió todas, en todas bailó con la primera dama la pieza inicial, y en la última de ellas se despidió a las tres de la mañana. Cuando subió a la limusina, se la encontró recostada en el asiento, amodorrada, los zapatos plateados de tacón de aguja en la mano. Que regresaron juntos a palacio esa madrugada, era algo que no estaba previsto en la regla de protocolo del día. 

Puede ser que la primera dama hubiera bebido más de la cuenta, lo cual no era extraño; habían pasado por cuatro fiestas, en todas había habido abundante champaña, y era un día para celebrar. Saliendo de su sopor tiró los zapatos al piso, como si se tratara de unos animales repugnantes, y se adelantó, no sin gracia, para correr la cortinilla que los ocultaba del chofer y del jefe de escolta en el asiento delantero. Luego, tras despojarse de los panties con un movimiento elástico de las nalgas, se montó a horcajadas sobre él, y manipulando ágilmente los dedos, le abrió la hebilla del cinturón y luego la bragueta, no son dificultad, porque el pantalón del chaqué era de factura clásica, y tenía abotonadura de hueso.

Asustado, había permanecido impávido, mientras ella se pegaba a su cuerpo con violencia, sofocándolo, y sólo deseaba que aquella prueba terminara lo más pronto posible, atento a la cortinilla desplegada. 

Cuando iba los sábados a visitar a su hermana, al otro lado de la ciudad, alguna vez se le ocurrió detenerse en algún prostíbulo, pero la sola idea terminaba por avergonzarlo. Y ahora, confinado a la habitación del sótano, y cuando para todos los efectos había dejado de existir, menos posibilidades tenía de ningún contacto carnal. El resto del tiempo estaba siempre vigilado, o en presencia de alguien; y así como no podía tocar los licores del bar, ni marcar por su cuenta las teclas del teléfono, tampoco se sentía autorizado a pedir a que le llevaran una mujer.

Cuando la limusina entró en los jardines de palacio, ella se había apartado, la cabeza recostada de nuevo en el espaldar del asiento, desvaída peor sonriente, como si hubiera hecho una travesura que no tenía remedio. Y él quedaría recordando por muchos días el olor a amoníaco de su cabello.

Una tarde de agosto deja subrepticiamente su habitación del sótano, atraviesa el jardín, y llega hasta la puerta de hierro al este de los jardines de palacio, de la cual conservaba una llave. Abre la pesada cancela y sale a la alameda de los malinches del parque de los Héroes y Mártires, donde a esa hora unas cuantas niñeras pasean bebés en cochecitos, y algunos ancianos leen el periódico en las bancas de fierro.

Una de las niñeras es la primera en reconocerlo, y se queda pasmada al verlo solo, sin ninguna escolta. Cuando desemboca en la avenida de la Insurrección Popular, que ahora es peatonal, algunos transeúntes lo saludan con sorpresa, pero otros, al saberlo desprotegido, empiezan a tratarlo de manera hostil, y hasta agresiva. 

Al llegar frente a la marquesina del cine Aladino, una cauda de curiosos va tras él, algunos no con las mejores intenciones, puesto que se escuchan amenazas, y un agente de policía, que también lo reconoce, se comunica de inmediato por el walkie talkie con su base operativa, de donde llaman a palacio, y los guardaespaldas no tardan en acudir en tropel, y lo rodean en el foyer cuando se dispone a entrar en la sala, el tiquete en la mano, para ver a Yul Brynner y Deborah Kerr en El rey yo. Es una película vieja, pero le encanta los musicales.

El presidente es informado esa misma noche del incidente, y lejos de reprenderlo, se ríe con ganas. Es algo que él siempre hubiera querido hacer.

Antes del amanecer de un día de junio recibí la visita del secretario privado en mi habitación secreta. No tenía nada apuntado en mi agenda para ese día, de modo que su presencia fue sorpresiva para mí. 

El presidente había muerto a la medianoche de un infarto cardiaco, en brazos de su amante. Hasta entonces yo ignoraba de que tuviera una amante, o varias, como el secretario privado me explicó.

Ya circulaban los rumores del suceso entre la servidumbre de palacio, y la única manera de evitar que se extendieran por plazas y calles, era que yo apareciera en el comedor bajo la pérgola del ala sur del jardín, al lado de la primera dama, un agradable lugar rodeado de helechos donde el presidente acostumbraba a desayunar en familia, y desde el que podía contemplarse el estanque de los patos canadienses. 

De manera que los primeros que pudieron desmentir esos rumores fueron los camareros, y el personal de cocina, lo mismo que las ayas, porque los nietos se sentaban también a la mesa. Conocía los gustos habituales del presidente en el desayuno, de modo que pude comportarme en familia con naturalidad: jugo de ciruelas, por el estreñimiento; dos rodajas de melón cantaloupe, huevos benedictinos, pan integral de centeno, y café amargo.

La primera dama siguió untando la mantequilla a su rebanada de pan cuando me senté a su lado y desplegué la servilleta, tan desatendida de mí como si hubiéramos pasado la noche en la misma cama, pero en su mirada adiviné una chispa de despecho. Y me estremecí, porque esa mirada estaba dirigida a mí.

Más tarde fui llamado a una reunión en el despacho presidencial, en la que ella estuvo presente. Estaban también el jefe de la Oficina de Seguridad del Estado, y el Secretario Privado, las únicas personas que conocían de mi existencia, además del presidente, cuyo cadáver, según entendí, iba a ser enterrado en secreto.

Tenía, entendí también, que trasladarme a vivir en los aposentos de palacio a partir de esa fecha, dormir en la recámara matrimonial, desayunar todos los días con los nietos. Ahora podría tocar las teclas del teléfono, y hacer libre uso del bar.

Entendí también que sería necesario buscarme un doble.

2019/2020

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Sergio Ramírez, escritor, abogado y político nicaragüense. Premio Cervantes 2017, ex-vicepresidente de su país y autor de múltiples novelas y ensayos.