Hace no mucho tiempo murió mi abuela paterna. La verdad es que siempre la recordé como una mujer dulce y cariñosa, pequeña y despierta, como te cuentan que son las abuelas en las películas. Oriunda de Montecristi, muy religiosa, aunque creo que conmigo perdió la fe desde temprano, gracias a Dios. Hacía los mejores pastelitos; una religión en sí mismos. Y siempre me recordaba a mí como la mayor fanática de sus pastelitos. Más adelante incluso, las pocas veces que me veía, se disculpaba conmigo por tener su edad y ya no poder hacérmelos. Así era mi abuela Ana.

El día que murió mi abuela, uno de sus hijos, mi tío, le pidió cinco mil pesos a mi mamá para poder arreglar y distribuir el pequeño espacio escondido entre matorrales que tenía mi familia paterna en el cementerio de Cristo Redentor. Estarían allí entonces mi padre, mi tío, mi abuelo y, ahora, mi abuela. Necesitaríamos mejores recuerdos para poder contar la historia de la familia de mi padre, pero resulta que ese dinero no era necesario para aquellos fines, que sonaban más que razonables. Que era mentira. Le dijeron a mi mamá que ese dinero se lo había pedido para “bebérselo”, y yo simplemente pensé que quién utilizaría una excusa tan desgraciada para comprarse un pote de romo y demás fragancias. Así era la familia de mi papá. Pero no fue por eso que se divorciaron. 

De las desagradables visitas al Cristo Redentor recuerdo varias cosas. La primera es darme cuenta de la amplitud del Santo Domingo que no conocía a través de la ventana del carro. En esos 40 minutos de trayecto por el Distrito Nacional los edificios se iban haciendo más y más pequeños, con menos cristales, menos brillo y jeepetas, menos firmeza, más caos. El otro Santo Domingo a principios de los 2000s. ¿Por qué había que ir tan lejos de nosotros para enterrar a gente de la familia? Me suena haber preguntado. Porque era lo que se podía pagar. Y todos los muertos venían de ese lado del árbol familiar. Así era la familia de mi papá. 

Una vez allí, recuerdo también haber comprendido las nociones principales de negocio y oportunidad. En la entrada, a ambos lados, se extendían decenas de puestos de señoras floristeras con sus ramos en cubetas de plástico hondas: claveles, tulipanes, rosas, margaritas. Por algunos pesos más te hacían el arreglo, cortando los tallos, añadiendo pequeñas ramitas blancas para rellenar. De todos los colores y para todo tipo de duelo. Para mí siempre fue irónico ver flores y señoras simpáticas a las puertas de mis peores pesadillas. 

Al cruzar por los grandes arcos del Cristo Redentor, los que arriba dicen PAX, me di cuenta de que la organización del cementerio también guardaba similitudes con lo que yo había conocido sobre Santo Domingo. Una calle central larguísima bordeada a cada lado con los mausoleos en mármol y piedra reservados para todas las familias con todos los apellidos conocidos. Y los hijos, y los hijos de sus hijos. Más a la periferia estábamos nosotros, la familia de mi papá, y todos los demás. Nunca recordé si había que llegar a nuestro sector doblando dos a la izquierda y una a la derecha o al revés. Pero al llegar siempre había dos o tres niños sospechosos, casi de mi edad, que eran los que terminaban guiándonos a nuestras tumbas a pie, cortando la maleza con un machete y advirtiéndonos de cualquier cosa que se encontrase por el camino. Ninguno de nosotros sabía llegar; ellos sí. 

Si se muriese alguien de la familia de mi mamá, ¿también estaría enterrado por aquí? Pensaba yo. Nunca lo dije. 

En esa caminata también me quedaron claras muchas cosas. Que Santo Domingo tenía que estar ubicada más cerca del sol era una de ellas. Sin importar la hora, la frente y la nuca eran las primeras en sufrir y empamparse en sudor. La visita al dolor había que ganársela. Otra cosa era que, a la edad de 9 años, uno nunca tiene los zapatos adecuados para ir a un cementerio. Los de deporte no se pueden llevar porque el color no es apropiado, y los que le gustaban a mi mamá que me habían comprado en Benetton para el funeral siempre se llenaban de lodo. Tendríamos que conseguir un punto medio, pensaba yo. 

Después de dar varias vueltas nos encontrábamos con la tumba de mi papá, mi abuelo Juan y mi tío Javier. Este último, tío Javier, fue el primero en irse. Se quedó dormido manejando por la curva del Jardín Botánico. En el cementerio, nos guiábamos por un mausoleo abandonado que quedaba justo detrás. Y por los niños, claro. La familia de mi papá no tenía mausoleo ni casita de piedra, sino que estaban las tres tumbas en el suelo con el nombre tallado en piedra como las películas gringas. Alrededor de ocho punto nueve mil millones de pensamientos devastadores se me pasaban por la cabeza cuando el niño sacó un vasito de no sé muy bien dónde y empezó a quitarle el agua al florero de piedra que habíamos hecho para nuestro pequeño sector. Había llovido los días anteriores, nos dijo. Sacando vasito por vasito de agua entre verde y negra, el niño se encontró con un sapito y todos nos reímos y nos asustamos cuando saltó. Yo por lo menos. 

Metí las flores que le compramos a la señora de la entrada, y al dejarlas ir me di cuenta de que estuve apretando con fuerza las ramas durante mucho tiempo.  No sé por qué. Y ese breve momento en el que finalizaba la entrega de las flores se acababa mi misión. De repente no encontraba qué hacer. Nos tomaba algo más de una hora realizar una transacción de 5 segundos. Y creo que en ese momento de vacío y nada era cuando nos dejábamos siempre caer. Mis hermanos, mi madre y yo nunca nos poníamos a rezar ni a decir unas palabras. Por vergüenza o por costumbre, nunca hicimos eso. Mi familia materna tampoco es religiosa (en la práctica, en la teoría siempre dicen serlo). Naturalmente, a falta de misión, lloraba. Me sentaba en una esquinita del propio espacio que se había construido para las tumbas y lloraba y a veces cogía una piedrita y la tiraba al otro lado. 

La visita se había acabado y los niños tendrían que volver a acercarse para llevarnos por el camino de vuelta.  

Volvimos al carro, ahora con el sol un poco más bajo, y retrocedimos cogiendo las dos derechas y la izquierda o al revés. Me despedí de los mausoleos, de las señoras y las cubetas llenas de flores. Los edificios volvían a hacerse grandes. 

Mi mamá dijo “¿pasamos por el drive-thru de Pollos Victorina?”. Y pensé en los bollitos de yuca que venden ahí, los que vienen con el combo familiar. No son tan buenos como los pastelitos que hacía mi abuela, pero uno se acostumbra. 

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Giselle Villeta nace en Santo Domingo a principios de los noventa. Emigró a España a los dieciocho años, y en la Universidad de Navarra se hizo historiadora y periodista. Actualmente cursa un máster de Cultura Contemporánea en el Instituto de Investigación Ortega y Gasset, en Madrid. En sus ratos libres consume literatura, música, cine y arte, y en ocasiones logra escribir sobre ello.