A la memoria de Adrián Javier,
escritor dominicano ido a destiempo.

De los muchos misterios que esconde la vida, entre los más enigmáticos están las despedidas y más aún, aquellas que llegan envueltas en extraños presagios. El día anterior a la muerte de mi amigo y gran escritor, Adrián Javier, sostuvimos una agradable conversación que se alargó durante varias horas y hasta bien entrada la noche mantuvimos una incesante charla en el tono jocoso que nos era habitual. Como siempre sucedía entre ambos el dialogo fue ágil, cargado de ironía y de salidas inesperadas. En medio de una pausa yo escribí este relato que después disfrutamos entre risas por un buen rato. Fue una respuesta inmediata en mí, una manera de estar a su altura por la agudeza de sus escritos. Nunca hubiéramos podido imaginar que aquella travesura se convertiría en un desafortunado augurio.

En el cuento que voy a transcribir juego con una historia de infidelidad, en la que al final Adrián muere calcinado en la biblioteca de un gran escritor. Todo lo narrado fue un divertimento, un invento por mi parte, un regalo inesperado en mitad de una tarde disparatada y llena de bromas. Nada hay en el relato de verdad. Ya avanzada la madrugada mi teléfono sonó varias veces. Al otro lado una voz me informaba de la infausta noticia de su fallecimiento. Misterio, infortunio, coincidencia y azar, todas esas palabras se conjugan en esta historia y mucho de mi afecto por un buen amigo que ya no está.

La casa del poeta

Las astillas habían volado por los aires la tarde anterior y hoy, apenas recuperada la calma, todos fuimos a ver qué había ocurrido en la casa del poeta. Tocamos con discreción a su puerta y su esposa nos condujo por un largo y lóbrego pasillo entre libros de pergamino ya carcomidos por las ratas o destruidos por el moho. Olía a humo y a la vez se percibía ese hedor que acompaña a todo lugar mal ventilado, a humedad densa acumulada en el papel. Tomé, de la estantería de una pequeña sala de lectura, un grueso ejemplar de las obras completas de Schopenhauer. Una página suelta, prácticamente ilegible, recogía un poema de T.S. Eliot. Su nombre, escrito con elegante caligrafía, era lo único que podía leerse con extraña claridad.  La mujer, ahora de cuerpo flácido, y que en otro escenario debió de ser una tigresa, se acercó a mi lado y me miró con sentimiento de culpa. Intenté consolarla, serenar su dolor con mis palabras, arrebatarle esa rabia contenida, pero no pude. Entonces ella se entregó abiertamente entre sollozos a narrar lo sucedido.

– Mi marido, a quien todos confiaban sus más recónditos anhelos, fue un intelectual de fuste, eso escuché decir al menos a muchos poetas y artistas plásticos. Venían hasta nuestra casa a corregir un verso, una línea del cuadro que no les convencía y se quedaban por semanas. Les preparábamos una habitación, su buhardilla como les gustaba decir a algunos de ellos. La tragedia llegó con un joven poeta, alto, fuerte, de modales un poco toscos. Le contó a mi esposo que deseaba hacerle una serie de entrevistas que serían más tarde publicadas en algún periódico o al menos eso creo recordar. Dispusimos para él, como era acostumbrado, la habitación del piso superior. Su comportamiento fue siempre comedido. Ellos solían conversar hasta altas horas de la noche. La cultura helénica era uno de sus temas recurrentes y en especial Homero por quien ambos sentían una profunda admiración. Su trato hacia el muchacho fue siempre paternal. He de decirle que Antonio fue un hombre bueno, aunque dado a la bebida, realmente su única pasión fuera de la literatura. 

El joven poeta, Adrián se llamaba en homenaje a un escritor griego me explicó un día, me inquiría a menudo con los ojos. Cuando yo caminaba hacia la cocina los sentía pegados a mí, sin separarse ni un segundo de esa parte de mi cuerpo que tanto le atraía. Ayer era una de esas noches en las que pretendían conversar por largo rato, pero mi marido se perdió en el alcohol y también Adrián bebió sin medida. Después habló como nunca lo hiciera antes. Pontificó y alabó a quién consideraba ya su maestro, de una manera que a mí me pareció exagerada. Cuando el calor del alcohol fue en aumento el muchacho comenzó a mirarme de una manera insolente, impúdica, podría decir que de un modo casi perverso. Entre los dos logramos llevar a Antonio hasta su habitación. Al avanzar por los estrechos pasillos nuestros cuerpos se tocaban involuntariamente y ese roce dejaba una sensación excitante en mí que no sabía cómo ocultar. No lo acordamos, no fue necesario hablarlo ni ponernos de acuerdo, hubiera sido una molesta pérdida de tiempo. En un instante sentí sus manos negras bajar por mi espalda y tocar sin prisa mis glúteos. Le pregunté, inquieta en aquel momento, si creía que Antonio estaba profundamente dormido. Me respondió balbuceante, entre la desesperación y el placer, que lo conocía tan profundamente que podía contarme con exactitud lo que él soñaba. Hizo una descripción vehemente de su conocimiento acerca de mi esposo y en un ataque de rabia acercó su boca a mi oído y me dijo: – el sueña que nos hemos perdido en su biblioteca, que hacemos fieramente el amor entre sus libros mientras sobre nosotros caen tomos completos de sus obras filosóficas. Por uno de los pasillos varios narradores de cuentos mágicos se aproximan y los mejores poetas nos miran desde sus estantes. El sueño tiene un final trágico. Antonio se levanta en busca del poemario con el que ganó un prestigioso premio internacional de poesía. Un verso en concreto no le dejaba dormir, le inquietaba lo muy rimado de sus líneas. Justo en el instante en el que toma el libro entre sus manos, descubre nuestros cuerpos enredados a su lado…                         

– No pude escuchar nada más. Un ruido captó mi atención. Todo ocurrió muy deprisa. Mi marido guardaba desde siempre y muy cercano a la puerta un galón de Kerosén junto a una caja de fósforos por si el alumbrado fallaba alguna vez. Regresó de inmediato con la lata en la mano. Tomó entonces la terrible decisión de rociar la biblioteca y prenderle fuego con nuestros cuerpos abrazados y desnudos allí adentro. Por fortuna pude escapar. Conocía bien las puertas que conducían fuera de ese laberinto.  Cuando llegaron los servicios de emergencia a socorrernos tuvieron que sortear cientos de volúmenes que se consumían bajo el implacable avance de las llamas. Antonio debió de resbalar y no pudo salir. Al final del pasillo, entre compendios de filosofía, fue encontrado el cuerpo de Adrián aferrado a un breve poemario cuyo autor me es desconocido. El libro se titula “El oscuro rito de la luz”. 

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David Pérez Núñez es poeta, narrador y ensayista. Autor de Caleidoscopio (2019) y Soledades y destierros (2019). Ultima los preparativos de un segundo poemario, en esta ocasión bilingüe,
español-inglés y trabaja en un nuevo libro de cuentos y narraciones cortas.

Nelson González, pintor, es el autor de la pintura de portada que ilustra este texto.