Dedicado a nosotras, las rosas de hoy y siempre

¿Cómo le será permitido al poeta equivocarse, cuando su naturaleza y su destino han sido colocados en el sitio más destacado del mundo? 

Thomas Mann

“Histérica”, fue la diagnosis con que por siglos se despacharon los malestares y reacciones espontáneas de una vida femenina aplanada y circunscrita. La histérica, muy a menudo, era señora o señorita inconforme, de manera infusa y recurrente, con su realidad. La rebelde, la que desafía, era histérica. 

Irritación o insomnio eran tomados como síntomas de histeria. 

El diagnóstico de enfermedades está muy lejos de ser infalible o de poseer una precisión científica incuestionable. Cuando se trata de dictaminar trastornos mentales hay umbrales de incertidumbre y ambigüedad, bordes de líneas muy finas, casi difusas. (Habría que empezar por señalar que se ignora dónde está ubicado eso que llamamos mente. El budismo Zen y la psiquiatría tienen métodos muy distintos de investigar la mente. También las religiones afinan los suyos. Para un sacerdote católico y para un chamán la mente podría identificarse, en sus fallas y luces, como entidades de naturaleza distinta y hasta divergentes. Bueno, ya el hecho de separar la mente de todo lo demás es un poco raro, ¿no?, pero dejemos eso. No soy quién para opinar de materia tan compleja y de infinitas sutilezas. Solo le pido a Dios que a los profesionales especializados en esta área de la salud les dote de sabiduría y una sensibilidad a toda prueba).

Es oportuno recordar que hasta hace poco en psiquiatría se consideraba la homosexualidad como una desviación que ameritaba tratamientos drásticos, que a menudo eran, más que drásticos, de una brutal crueldad. Hoy muchos estudiosos de la conducta humana coinciden en que solo un porcentaje mínimo de las personas diagnosticadas como depresivas sufre ese estado de ánimo por causas endógenas.  Las demás, la gran mayoría, padecen tristeza y abruptos descensos del ánimo por causas asociadas al entorno, a la historia personal, a las circunstancias, a la presión que reciben y no logran encajar, porque es difícil, muy difícil, practicar la aceptación de lo que se nos viene encima para aplastarnos. (Aceptación de lo inevitable y resiliencia forman parte de las capacidades más extraordinarias en los seres humanos). Los recursos internos para manejar la tristeza y la frustración varían mucho de una persona a otra y de una cultura a la otra y de una clase social a la otra. Un solo día de una madre soltera y pobre puede contener más de cien causas de exasperación y pesadumbre. Andar con la depresión a cuestas puede que sea una odiosa e injusta forma de “normalidad” que no deja espacio ni siquiera para poner esta “normalidad” en tela de juicio.

En los sesenta los criterios para diagnosticar esquizofrenia evidenciaban enormes diferencias.  Con el correr de los años, los cambios, tanto en la definición y clasificación de los trastornos mentales como en su tratamiento, son sorprendentes. 

La estigmatización de personas y la puesta en entredicho de su cordura se han utilizado para neutralizarlas o recluirlas, con miras a suprimir ideas o posturas disidentes del poder dominante (lo hicieron Trujillo y Stalin entre muchos otros déspotas). Aún hoy, individuos tildados de peligrosos “para la tradición y las buenas costumbres” o transgresores de normas que atañen al control sexista o racista son señalados como locos o locas. 

Miles de lúcidos mortales ardieron en el mismo fuego que convirtió en cenizas invaluables bibliotecas. Tal es la historia de creación y destrucción. La historia humana.

La intimidación, el ostracismo, el silencio impuesto, el aislamiento no han sido raros para aplacar a mujeres cuyo talento se observaba con reserva, sospecha y atávico temor. (El silencio de Sor Juana Inés de la Cruz, la reclusión de la artista Camille Claudel en un manicomio…).  A cualquier persona que se le cuestione de modo persistente su normalidad, su aptitud de adaptación, la idea que se va formando de sí misma, se le provoca un estado de alerta. De inquietud. Es posible que no haya mote tan desequilibrador como el de “loco” o “loca”. Piénsenlo un poquito, figuren lo que significa ese baldón… Que “los que saben”, por estudios académicos, estatus o convención, los especialistas, los expertos, te tilden de chiflado, de loca, ¿no es para angustiarse y perder el sueño? 

Esta acuarela, y la de portada, son autoría de Ángela Hernández.

Mientras hago estas anotaciones me cruza por la cabeza la pregunta: ¿Qué tan locas estuvieron Altagracia Saviñón y Evangelina Rodríguez? La primera, según algunos, iniciadora del modernismo en República Dominicana, con su poema “Mi vaso verde”, escrito en plena adolescencia, pasó la mayor parte de su vida en el manicomio. La segunda, brillante, humanitaria y ética, graduada en Medicina (1911), vivió en extravío y deambulando la última etapa de su vida. De procedencia humilde, había sido una luchadora infatigable que se labró un camino en las ciencias de la salud, en las letras, en el activismo social. ¿La lúgubre tristeza de Altagracia se originó en una temprana pérdida amorosa o en una culpa de esas acarreadas por una religiosidad que revestía la pasión carnal con tinieblas de pecado? ¿Heredó alguna deficiencia química en su organismo o se sintió miserable por alguna razón que no alcanzamos ni a especular? (Hasta la pérdida de la virginidad a manos de uno que no se convertirá en esposo podía desequilibrar una mente, visto el valor extremo que se le concedía al himen). Los trastornos de Evangelina, ¿no serían la forma que adoptó un horroroso dolor por el mundo, por su pueblo? Su soledad y locura, ¿no serían un escudo hecho de rebeldía e inocencia?  ¿La melancolía, o la tristeza, de Salomé Ureña, la poeta nacional de República Dominicana, no se explican en una herida en su conciencia patriótica ahondada por su martirio emocional? Si miramos la sociedad en que estas mujeres florecían, pese a todo, sociedad marcada por un bárbaro autoritarismo, un caudillismo sanguinario, un patriarcalismo bendecido por la religión y la ley, podemos imaginar la impresión que dejaban en sus sensibles corazones los hechos políticos y domésticos. Claridad de conciencia y sentimiento de impotencia, combinados, pueden demoler o pasmar o bien producir un inaudito valor. 

Los prejuicios son antediluvianos y, como dijera Albert Einstein, más difíciles de romper que el átomo. Imagínense lo siguiente: el útero de la mujer viaja por su cuerpo y le causa malestares cuando se detiene, por ejemplo, en el pecho. Esta surrealista visión era un mito en la Grecia antigua. No es menos extraña la creencia de que al paso de una mujer menstruando se dañan las plantas.

 (Recuerdo los testimonios en torno a la mutilación de niñas africanas en el Tribunal de los Derechos de la Mujer, Viena 1992. Una médica contó que, luego de pasarse años recibiendo a mujeres adultas presas de un malestar vago e inescrutable, se decidió a investigar el mismo. Lo que encontró fue que esas mujeres habían sufrido mutilación en su infancia y guardaban silencio sobre ello. No protestaban, al fin y al cabo, era un hecho propio de su cultura con una fuerte base de justificaciones, todas lesivas a su integridad. Pero los cuerpos de estas víctimas y sus cicatrices se encargaban de hablar por ellas. Se expresaban a través de ese malestar que no las abandonaba nunca).

A muchas maravillosas poetas y escritoras se les diagnosticó trastornos mentales rayanos en locura. O locura. Hipocondría y malestares autodestructivos. El destino final se buscó en esos diagnósticos. Recordemos algunas:


◊ Salomé Ureña (República Dominicana, 1850-1897), autora de “Ruinas”, “Umbra”, “La gloria del progreso”. Melancolía, asma. (Asfixia emocional fue lo que terminó matándola).  

◊ Virginia Woolf (Inglaterra, 1882 –1941), autora de Las olasUna habitación propia. Bipolar. Muerte por suicidio.

◊ Alfonsina Storni (Argentina, 1892 -1938), autora de Irremediablemente.   Inseguridad, nervios. Muerte por suicidio –ahogamiento en el mar-. 


◊ Teresa de las Mercedes Wilms Montt (Chile, 1893-1921), autora de Mi destino es errar. Muerte por suicidio. 

◊ Julia de Burgos (Puerto Rico, 1914-1953), autora de Canción de la verdad sencilla y de “Yo misma fui mi ruta”. Depresión, melancolía. Su cadáver fue encontrado entre las nieves de Nueva York, había estado muriendo poco a poco. 

◊ Alejandra Pizarnik (Argentina, 1936-1972. Autora de Extracción de la piedra de locura.  La tierra más ajena. Asma, tartamudez-espasmofilia. Muerte por suicidio.


 ◊ Sylvia Platt (Estados Unidos, 1932-1963). Autora de La campana de cristal. Muerte por envenenamiento con gas doméstico.

◊ Ingrid Jonker (Sudáfrica, 1933-1965), autora de Las mariposas negras. Depresión, ansiedad, inestabilidad. Muerte por suicidio.  


◊ Rosario Castellanos (México, 1925-1974). Autora de Oficio de tinieblasMujer que sabe latín. Depresiones profundas, internamientos. 

Vale una advertencia sobre la ligereza al enjuiciar. Es conocido que todos los grandes innovadores, mujeres y hombres, han encontrado quien les tache de locos o locas, dementes, lunáticos. No hay un uno solo de los genios, hombres o mujeres, que no haya sido considerado un chiflado por algún vecino o pariente o experto. Lo distinto inspira aprensión y, a menudo, desasosiego. Suscita un tipo de pregunta, por lo común, indeseada. Cuestiones que pueden sacar la alfombra bajo los pies. Lo que en una época es locura, más adelante, sin las restricciones del entorno, puede ser contemplado como seña de excepcional perspicacia. Cuando el Santo Oficio hacía de las suyas, albergar una genial idea o una clarividencia (como la que animó a Giordano Bruno), fuese en filosofía, arte, ciencia o teología, podía conducir al portador o portadora a la hoguera, más la eterna maldición de su alma.

Friedrich Nietzsche, quien terminó sus días en un manicomio, hizo unas llamativas anotaciones sobre la locura, dando a entender más de una vez que esta podría ser elegida. Por lo visto, él mismo escogió la suya: “Cómo se vuelve uno loco cuando no lo es ni tiene el valor de fingirlo. Casi todos los hombres eminentes de la civilización antigua se han hecho esta pregunta: y se ha conservado una doctrina secreta, compuesta de artificios y de reglas para conseguir este fin, al par que se conservaba la convicción de la inocencia y hasta de la santidad de semejante intención y ensueño”.

Este filósofo-poeta alemán también escribió sobre la relación de poesía y locura: “Hasta en épocas muy equilibradas, la locura se les ha dejado a los poetas como por una especie de convenio”. Y en otro lado, concluye: “Casi siempre ha sido la locura quien ha abierto camino a las nuevas ideas, quien ha roto el valladar de una costumbre o de una superstición venerada”.

Para los poetas y las poetas de todo el mundo, la locura ha sido un tema recurrente. Y es natural, son quienes se aventuran “en las fronteras de la realidad y la realidad”, “lo ilimitado y lo porvenir” (Guillaume Apollinaire).

En su Libro del desasosiego (del heterónimo Bernardo Soares), lleno de deslumbrantes reflexiones, Fernando Pessoa, escribió:

“Y veo que todo cuanto he hecho, todo cuanto he pensado, todo cuanto he sido, es una especie de engaño y de locura. Me maravillo de lo que he conseguido no ver. Extraño cuanto he sido, y ver que, a fin de cuentas, no soy.

“Miro, como en una extensión al sol que rompe nubes, mi vida pasada; y noto, con un pasmo metafísico, cómo todos mis gestos más seguros, mis ideas más claras y mis propósitos más lógicos, no han sido, al final, más que borrachera nata, locura natural, gran desconocimiento. Ni siquiera he representado. Me han

representado. He sido, no el actor sino sus gestos”8.

El mismo poeta que veía como ventaja “traer el alma puesta al revés, manifestó en un verso: “¡Si al menos enloqueciese de veras!”.

IMAGINACIÓN Y LOCURA: ÍNTIMAS PRIMAS HERMANAS 

Santa Teresa de Jesús, con toda propiedad, llamó a la imaginación “la loca de la casa”. Erasmo de Rotterdam, el ilustre humanista el Medioevo, escribió un juicioso Elogio a la locura. Ernesto Sábato afirmó que la única diferencia entre un loco y un novelista es que el segundo podía regresar de la locura a voluntad. Las reflexiones al respecto son interminables. Baste decir que Jesucristo era un chiflado a la vista de muchos, que algún psiquiatra moderno no vacilaría en adjudicarle, en el mejor de los casos, delirio paranoico, por creerse Dios. Al que sufrió el peor de los martirios en nombre del amor supremo, cómo lo interpretaría un sicoanalista ortodoxo. Pone la carne de gallina el solo pensar en el destino que habría esperado a Teresa de Jesús y Juana Inés de la Cruz, así como a otras mujeres de conocimiento, si no se hubiesen refugiado en conventos, desde donde, protegidas por sus hábitos, se lanzaron a la aventura del pensar, fundar, crear, incluso poesía de bellísimo acento erótico. Admirable arte de libertad el que estas escritoras hicieron con su vida.

Las rigideces, síquicas o intelectuales, son enemigas de la imaginación. Siempre que pueden, la rebajan o la arruinan.

EL CAOS VESTIDO DE LENTEJUELAS

La enajenación, la condena a ser parias, la exclusión o la invisibilización (ese “hacer el hielo”, ignorar a la persona, descrito por Jean M. Auel en El clan del oso cavernario como el castigo más terrible en determinada cultura)​, la prohibición del conocimiento y muchas otras situaciones que plagan la Historia no pueden ser razonadas al margen de las relaciones de poder que afincan jerarquías y reglas en un orden social. 

Nietzsche, pese a que en algunas de sus ideas refleja añejos prejuicios sobre la mujer, apuntó con acierto que en los humanos el sentimiento de dominación se desarrolló de manera sutil hasta convertirse en trampa: “Este sentimiento vino a ser su inclinación más violenta, los medios que fue descubriendo para satisfacerla forman casi la historia de la humanidad”. Y la verdad es que por mucho que se explique es arduo, por no decir imposible, comprender la babélica necesidad de controlar o dominar presente en los seres humanos, causa de calamidades y atroces amenazas. Sea suficiente imaginar las más de dos mil guerras que se han padecido en la historia que parte del año 1 y las montañas de cadáveres y escombros dejados por las dos guerras mundiales que marcaron el siglo XX. Esclavitud, exterminio de razas y pueblos, sojuzgamiento de mujeres, de naciones, de pueblos. Maelstrom en la psiquis profunda ávido de reducir y ajustar a capricho y a la fuerza todo aquello que transgrede o no encaja en una normalidad, parte importante de la cual ha sido modelada conforme a intereses materiales y deseos de dominación, a menudo enmascarados en doctrinas religiosas, seudociencia y estrategias de progreso.

Vale enfatizar, hay de verdad peligrosa locura en quienes se arrodillan a rezar poco antes de invadir un país. Hay por doquier peligrosa locura, sinsentidos encarnados en personas que se presumen modelos de racionalidad científica o política. Antes y ahora. Inquisición, nazismo, apartheid, exterminación de indígenas, esclavitud…  

Destrucción del planeta, de su atmósfera, de sus aguas, es locura. La rapacidad, la codicia sin límites, locuras por las que todos pagamos. Asesinatos y golpizas impulsadas por el sexismo y el racismo, es locura. Los “locos peligrosos” son quienes propician y encarnan esas aberraciones, tan alejadas del sentido común. 

La anterior es maligna locura. Diabólica locura. Tenebrosa.

Pero también existe la saludable locura. La inspiradora. La genial y luminosa. Aquella que es guardiana de la imaginación y la libertad.

Ángela Hernández, cuentista, novelista y ensayista dominicana. Premio Nacional de Literatura 2016

1. En los noventa, Friedrich Nietzsche acaparó mi atención por un tiempo. Unas cosas suyas me fascinaban, a otras las repelía. Había algo extraño y brillante en él. Un no sé qué genialmente sincero. Leí sus obras completas, incluyendo Mi hermana Elizabeth y yo, su última obra, escrita, supuestamente, en el manicomio de Jena. La autoría de este libro ha resultado muy controversial. Muchos afirman que es imposible que el autor de Así habla Zaratustra la hubiese escrito. Bueno, en ese tiempo, yo estuve convencida por entero de que Nietzsche jamás estuvo loco. Que fingió la locura para protegerse de una realidad que le resultaba del todo insoportable.

2. Tribunal Familiar la recluye, el 18 de octubre de 1915, en un convento, donde tendrá lugar su primer intento de suicidio.

3. Uno de los símbolos intelectuales enarbolados por el feminismo latinoamericano, sobre todo en los años ochenta y noventa.

4. Friedrich Nietzsche. Aurora.  Obras inmortales. España, 1985. Edicomunicación. S. A. P. 623.

5.  Ibídem.

6.  Ibídem.

7. F. Nietzsche, o. cit. p. 629.

8. Fernando Pessoa, Libro del desasosiego de Bernardo Soares. Traducción del portugués, organización, introducción y notas de Ángel Crespo. España, 1997. Ed. Seix Barrai. P.19.

Ángela Hernández, cuentista, novelista y ensayista dominicana. Premio Nacional de Literatura 2016