A los pocos hombres y mujeres a quienes no les basta el mero dado del vivir, a aquéllos y aquéllas quienes adrede distorsionan la realidad para encontrarle sus ocultas razones, a los que en pleno siglo XX rehúsan tragarse las píldoras del modelo médico —los que nunca sucumben ante el discurso de las supersticiones científicas—, se les puede tildar de humanistas, los empedernidos humanistas.

Inquisitivo, siempre resurge el humanista a esclarecer las cenagosas aguas del civitas, a manera de recapitulación de lo que se dio a un principio —en los festivales de la cabra y de la primavera, en las máscaras del hipócrita heleno—, y como un vidente empecinado en reivindicar la imagen descompuesta por las trampas de la fe, reafirma lo humano en el Renacimiento, en la trama entre el príncipe y el vicario de Dios (i). Luego, a manera de eterno retorno reaparece en el Siglo de las Luces y después apenas asoma su clarividencia en nuestro actual bosque oscuro posmoderno. Vuelve esta vez debilitado a verse en el espejo roto de la hipertrofia, a querer ser de nuevo antropomorfo, y aterrado de advertir en el rostro descompuesto de la ciudad que lo habita, con paño enlutado prefiere encubrir, reprimir, suprimir, los mecanismos que le han invadido el espíritu. Descompuesto el Narciso porque las aguas están turbias: porque se le disuelve el alma como una entidad que no cabe en sí misma al tratar de redefinirse con las añejas propuestas de vida. Claramente, el siglo de lo comprobado, del facto, es también el siglo de la duda. Pero no el escepticismo de antaño, sino duda endeble causada por el relativismo moral.

La gesta del humanista no queda del todo olvidada en los museo de lo inútil. No ha habido gesto más noble que aquél que intenta derribar la mano providente de Dios para sustituirla con la generosidad de espíritu que puede ofrecer la inteligencia humana. Pero todo gesto noble también es territorio de encontrados sentimientos, de agonías, de tragedias. El acto más noble es el que pone en manifiesto la orfandad del hombre y la mujer. El acto que expone la peripecia del protagonista inmerso en la tragedia de la humanidad; el momento dramático cuando de repente todo cambia y cae el héroe, al darse cuenta, al ver hacia adentro, para entregarse noblemente a los dados del sino. Porque el hombre posmoderno se acuerda, en ese juego mnemónico del eterno retorno, de que la mortalidad no del todo le impide ser eterno. Porque puede llegar a ser humano imperfecto humano (ii).

Las ciencias

Pensar que hubo épocas en las que todas las ciencias —incluso las fustigadas ciencias ocultas— estaban dirigidas a reivindicar la dignidad del hombre ante lo desconocido o lo imposible. Y pensar que en nuestros tiempos casi todas las ciencias están al servicio de los titiriteros de los recursos humanos. Verdaderamente que esto no es ningún secreto. Sólo basta conversar con el típico universitario para darnos cuenta de que las ciencias del conocimiento se han volcado no a la reivindicación del hombre sino a la especialización del hombre para fines ajenos a su propia edificación.

¿Por qué hablar de reivindicación o salvación?, términos cargados de significados morales o religiosos. Pues me parece que son, sencillamente, términos clave de una necesidad o padecimiento universal: la necesidad de vivir con dignidad y de sentirse seguro ante todas las amenazas habidas y por haber. Todas las sociedades han expresado esa necesidad por medio de tan diversos mitos, a ver Prometeo, Icario, Sísifo en Grecia helena.

En las sociedades occidentales, donde triunfa el racionalismo y luego el empirismo, desaparece el mito y surge la ciencia como fuente de sabiduría. Mas, con el tiempo, y con la mecanización de la vida cotidiana, la ciencia deja de corresponder con las preocupaciones metafísicas, no digamos con las espirituales. La ciencia, con toda una gama de supersticiones científicas, se ha vuelto instrumento del poder. Si la acérrima enemiga de los humanistas del renacimiento era la Iglesia; en nuestros tiempos, la enemiga de nuestra estrujada humanidad es la ciencia. (La correlación señor feudal/inquisidor es análoga a gobernante/científico.) Un caso aún más revelador sería comparar al psiquiatra con el inquisidor. Si el inquisidor empleaba la tortura física (el garrote, la cal, etc.), el psiquiatra emplea los psicotrópicos. Y aunque los resultados son clínica y categóricamente distintos —los torturados duran muy poco con vida y los “drogados” duran toda una vida de adicción—, lo que está de por medio es el conductismo sancionado, legislado, financiado por el sistema imperante.

Los demonios del medioevo ahora son las alucinaciones: irónicamente a Dios no lo ha sustituido una teoría científica. Dios sigue en su propio trono, compartiendo el poder con los hombres de ciencia médica. Acaso no vivimos asustados por el báculo de Esculapio y el rayo de Dios.

De todas las fuentes del conocimiento, a las que el hombre y la mujer han acudido en el pasado, sólo las artes siguen siendo una especie de refugio. Todas las demás, incluso las ciencias sociales, se han vendido al mejor postor. Ernesto Sábato, uno de nuestros grandes humanistas ha dicho lo siguiente al respecto: “…en un tiempo de crisis total, sólo el arte puede expresar la angustia y la desesperación del hombre”. incluso, expresar lo imperfecto. Yo modestamente agrego que sólo el arte puede, incluso, expresar lo imperfecto.

Czeslaw Milosz

El poeta: el eterno humanista

Si hace mucho tiempo fue destronado del debate moral y filosófico, ¿cuál es el papel del poeta en nuestros tiempos? ¿Con quién va el poeta a remitir correspondencia? Debo decir que con los otros poetas, con los pocos lectores que aparecen y, tristemente, con los escasos, escasísimos, críticos. Es decir, con los mismos con quien ha procurado la simulada correspondencia.


La república platónica montada. La diferencia es que estos hipócritas (iv), estos bardos trágicosya no van a tener ni audiencia. Ellos mismos van a tener que hacer el papel de espectadores. Mucha literatura posmoderna muestra que el discurso poético o narrativo es una especie de soliloquio —donde se tiene por entendido que hay una audiencia implícita— pero en el cual también se supone que se está hablando a sí mismo. Se puede decir entonces que la única correspondencia que queda, si vemos a los poetas como a una colectividad, es con sí mismo: Narciso, Eco, el espejo, el círculo —la analogía (v) —, conceptos de la antigüedad, parecidos tanto a los de la posmodernidad, que nos dan las pautas de lo que está sucediendo.

El poeta llega al fondo de la conciencia cuando se vuelve su propio lector. Igual que el esquizofrénico, el poeta se desdobla, se parte y se expone al escrutinio de todos o de nadie.

El silencio

Pero si la correspondencia consigo mismo es la consumación, qué se puede decir del silencio. ¿Acaso el silencio es la respuesta?

Antes de optar por la soledad del silencio, el poeta trata de establecer lazos congéneres. El poeta acude a otro —pero incomunicable— tipo de correspondencia, a la correspondencia estética: la implícita y tácita correspondencia entre los creadores en general, y apuntadamente entre los escritores. La correspondencia entre ermitaños, expulsados de la ciudad de Dios. La correspondencia con la que quizá todavía conspiren la salvación o por lo menos la definición del gremio en los tiempos de la tiranía incorporada.

Las ganas de representar imágenes, de querer dejar de ser algo que todavía no se es, de querer ser el delator de una conspiración propia es el ineludible papel del poeta. Esta vacilación dividida entre la agobiante cordura humana y la locura poética es el espacio que le da cabida a la creatividad. El espacio es limitado e, irónicamente, como la caverna platónica, arroja una luz de ilusiones; pero estas ilusiones son las materias con las que se puede seguir alentando la sensibilidad de aquellos pocos que todavía optan por participar en el debate entre la vida y el suicidio. Debate que sólo se define en la admisión de lo imperfecto.

El poeta, el conspirador de significados

Hay algo de conspiración en ciertas correspondencias estéticas, donde se tiene por entendido que todavía no hay audiencia: la correspondencia sin dirección ni remitente. No sólo la conspiración poética anteriormente insinuada, sino una más mundana. (¿Será que en verdad los poetas son subversivos?). Quizá la conspiración tiene que ver con algo aún más remoto. Estas quizá sean las implicaciones —debate que quizá todo hombre creativo observa en sí mismo—, lo que Czeslaw Milosz expresa en su poema “Ars Poética”:

¿Qué hombre razonable aceptaría ser territorio 
de demonios que se comportan en él como en casa propia, 
hablando múltiples lenguas y que, no satisfechos de robarle 
la boca y la mano, tratan, por comodidad propia, 
de cambiarle el destino?

Esto se explica quizá más claramente, aunque desde una perspectiva filológica, en “La locura poética” (vi), un breve ensayo de Roberto Castillo donde se habla de la antigua creencia griega que atribuía toda creación poética al designio de los demonios (daimones, para no confundirlos con los ángeles caídos del medioevo); razón por la cual Platón los destierra de su república. Pues, como lo explica Castillo, “siempre [Platón] sospechó de los productores de imágenes; porque ellos, especialmente los sofistas, borran la distinción entre verdad y falsedad”.

Aunque la recalcitrante postura de Platón no logró del todo que los poetas dejaran de ser personas influyentes en su tiempo, sí han hecho cicatrices en las épocas de oscurantismo, cuando los poetas han sido marginados a las catacumbas. Y si acaso el humanismo nace en las catacumbas, la cueva del poeta es el humanismo. Lo cierto es que los poetas han sido más influyentes en los tiempos cuando el humanismo ha estado al tanto de las cosas de la vida y de la muerte: en la Grecia helénica, durante el Renacimiento, durante el breve Siglo de las Luces y durante el Romanticismo. Pero entre estas épocas —donde abundó el lúcido o el idiot savant— se imponían siglos regresivos y pestilentes. Oscurantismo que vuelve como vuelven las pestes, sin saber cuál trae a cuál.

Entonces tiene que haber una manera de llegar a un compromiso con el conspirador, de manera que siga siendo en nuestros tiempos un ciudadano útil (y no solamente un bardo) y sirva en la constante reconstrucción de la ciudad del hombre. Mas no se debe llegar a tal compromiso por medio de la injuria autoritaria e injuriar la imagen del poeta expresando, quizá inconscientemente, ese legado platónico que hace más de dos mil años dictó que “tenemos que permanecer firmes en nuestra convicción de que los himnos a los dioses y el encomio a los hombres buenos tienen que ser la única poesía permitida en nuestro Estado (vii)”. Pues, como bien lo ha observado Walter Kaufmann, Platón fue un puritano y tirano de su tiempo. Quién puede alegar que Esquilo, Sófocles o Eurípides le hayan hecho daño alguno a la humanidad. Acaso no comenzamos a manifestar nuestra humanidad en esas canciones de la cabra (viiii).

Erasmo de Rotterdam, 1526 Durero

A mi manera de ver, el tema del poeta conspirador debe interesar no sólo porque se aspire a serlo, sino también porque se aspire a no serlo. La idea no es desenmascarar (quitarle el don de hipócrita) al poetasino que apenas desataviarlo de sus vestigios divinos. De hacerlo volver a la ciudad del hombre.

¿De por qué desmitificar al poeta? Porque ya no necesitamos más héroes. Porque, si alguna vez adujo Brecht (en Galileo) que un país que necesita de héroes está en muy malas condiciones, un país que se los inventa ni siquiera tiene esperanza. El compromiso con el conspirador de significados (no de verdades) debe incluir la reconstrucción del hombre y la mujer, pero también la dignidad de su labor de tergiversadores de lo imperfecto.

Elogio a la psicosis

No es inexacto llegar a la conclusión de que el quehacer del poeta es, además de solitario, también solipsista, que es más exacto que decir egoísta. El momento creativo, como el episodio del demente, es un lapsus de ensimismamiento desagregado donde convergen los instintos más básicos junto con las facultades más altas —y a la vez insubordinadas— del lenguaje. Como lo dice Czeslaw Milosz en el mismo poema ya citado:

En la esencia misma de la poesía hay algo indecente:
surge algo de nosotros que ni sospechamos que 
estuviera allí, parpadeamos entonces, como si 
un tigre saltara de nosotros, firme en la luz, 
la cola golpeando sus costados.

Esto a sabiendas de que es un lugar común comparar al artista y al loco. Este es un lugar común no sólo en la cultura popular sino también en la cultura de las letras. Tanto el poeta como el demente violan las convenciones sociales. Mas lo insufrible en el demente es que vive en todas sus pesadillas y encarna todos sus fantasmas. En cambio el poeta es sólo un médium que siempre procura caer en los estados de locura ficticia. El poeta es un neurasténico, se aprovecha de todo y de todos a su alcance; es maquiavélico porque busca —como el príncipe, el monarca, que le expropia el trono al vicario— porque así procura la eternidad. La eternidad por medio de la fama, la tercera vida. ¿Acaso no es ésa una manera de conspirar?

Quizá lo que menos sepamos es hasta qué punto los “locos” hayan influido en las artes. Cuántos artistas del pasado han sido diagnosticados de dementes, ya sea en su tiempo o retrospectivamente en el nuestro (la lista sería larga y arriesgada). En todo caso, esa posibilidad de influencia o contagio no es del todo descabellada; y hasta cierto punto explique, quizá con más moderación, el paralelismo que existe entre el demente y el artista, por la manera similar en que ambos perciben o expresan el mundo que los rodea. Todo esto se complica cuando tomamos en cuenta que la manera de ver en las artes ha cambiado, y, a través de los siglos, ha dado vueltas y retornos.

A partir del romanticismo, el artista empieza a violentar las schematas y las convenciones que les estaban delimitando la individualidad. La pugna entre tradición e innovación se inclina por lo nuevo, a pesar del conocidísimo decir nihil novum sub sol. El arte figurativo cede a lo subjetivo. Y una vez en el mundo del subconsciente, lo representativo o mimético se distorsiona, se tergiversa, al fragmento, ilógico, surrealista y abstracto. En las letras se habla de lo onírico. En las salas psiquiátricas se habla de ideas inconexas. Este paralelismo —descrito en el respectivo argot de cada campo—, es más evidente en las artes visuales. Puesto que la visión es uno de los sentidos que, presuntamente, manifiesta la pérdida de la cordura: las alucinaciones son el síntoma básico y determinante de la psicosis (ix).

No es fortuito que en el siglo XX abunden los personajes alienados (nombre que antes se le daba a los enfermos mentales). El hombre alienado se vuelve el prototipo del siglo: el antihéroe. La locura de estos personajes del siglo XX es diferente a la locura del Quijote (precursor del personaje novelesco y precursor del hombre moderno); puesto que la locura del Quijote era metafórica y sus circunstancias apuntaban a una alegoría de la decadencia de las instituciones españolas de su época. Podemos también decir que era una locura erasmiana, la que se rebelaba contra el racionalismo.

Ernesto Sábato

Las circunstancias del personaje posmoderno son fatídicas. El Pablo Castel de Sábato es el dilucidado hombre del absurdo de Camus, totalmente desesperado, angustiado y, factor distintivo: sin Dios. He ahí la gran diferencia entre el héroe y el antihéroe. El Quijote todavía llevaba en sí intenciones nobles. Pablo Castel se anega en su propia sed de ser y por último en su venganza (x). Pero en ambos casos se asoma la máscara de un actor de tinieblas y de noches en vela. En ambos casos se asoma también la querencia humana. En el primero el humanismo cristiano, en el último el humanismo profano.

Vale mencionar que el inolvidable personaje de Sábato es una variación de L’sprit suterrain de Dostoievsky, obra con la cual inicia el existencialismo a hacer campo en las mentes más lúcidas de Occidente. Y el existencialismo es la fuente de la psicología humanista. Podemos incluso decir que es una especie de elogio a la psicosis, como el humanismo renacentista mismo fue una especie de elogio a la locura.

Todavía queda en duda si la locura, como lo pensaba el psiquiatra británico R.D. Laing, es una manera de rebelarse contra un estado de cosas. Pero lo que no se cuestiona es que sí es un complejo e inescrutable fenómeno psíquico que elude o enfrenta la realidad desde los puntos de vista menos imaginados. En esto se parece mucho al arte posmoderno (xi) En esto se parece a lo poético, a la mejor manera de interpretar lo imperfecto.

La poética de Dios

No debemos olvidar que existe lo que se denomina humanismo cristiano. Esto se me antoja compararlo al existencialismo cristiano, donde han enlistado a grandes nombres como a los de Kierkegaard y el de Unamuno. Para explicarme esto tengo que acudir al arte que más se acerca a nuestra realidad: el cine. En Como en un espejo oscuro de Ingmar Bergman, donde se cuestiona la integridad del escritor ante la modesta finalidad del individuo común, un escritor, su hija esquizofrénica y su yerno indulgente representan, casi alegóricamente, la vida que llevamos en nuestro siglo XX. La propuesta de Bergman, aspiro yo, es que el escritor o el poeta es insensible a las vicisitudes del hombre común, porque está demasiado ocupado con la mera expresión de sus sentimientos, sus inquietudes literarias. Según esta visión, la literatura entonces es apenas un vehículo, una forma que no puede contener el verdadero sentimiento que sólo puede vivirse en carne y hueso. (De nuevo volvemos a la República antipoética de Platón.) Esto, por supuesto, es uno de los grandes temas renacentistas, visto desde la perspectiva escolástica. Con ello no quiero decir que Bergman haya reducido el tema a una fórmula doctrinaria. Yo lo he simplificado, y quizá, con el afán de resumirlo, lo haya también llevado al extremo de polarizarlo. Pero no es del todo alejado decir que el film alude a esa gran polémica renacentista que bien podría resumirse como la lucha entre la escolástica y el humanismo. Entre la idea unificadora, ecuménica, y el desenfrenado e irracional mundo de las múltiples verdades del hombre moderno.

¿Acaso se puede hablar de metafísica sin hablar de Dios? Toda filosofía se dirige a la idea unificadora, la idea ecuménica. Pero sólo la poesía puede explicarlo sin caer en una trampa del lenguaje. Si en la filosofía se llama idea, en la poesía se llama metáfora. Si se dice que Dios es la idea ecuménica, la culminación de la inteligencia humana lo explica como la inequívoca e inexorable verdad, a la cual se llega de todos modos mientras se emplee la facultad del saber. Pero a la filosofía le debería tener sin cuidado la existencia o la no existencia de Dios. Dios como divinidad es irrelevante, aunque Dios como idea sea imprescindible, porque es objeto de análisis psicológico-antropológico, y, hasta soy osado a decir, objeto de la antropología forense, ya que nos ocupamos de una perenne ofuscación por la necrosis de Dios. Si el creyente llega a culminar su alucinación en términos inteligentes, entonces dice idea; luego esto implica decir todo. Y Dios como entidad que abarca todo, lo que no tiene principio ni fin, por ende no necesita de potencial ni realización, es asunto de la especulación.

En cambio, decir metáfora, implica analogía. No hay metáfora que abarque todo el universo de la imaginación ni tampoco hay la necesidad de ella, porque no se apunta a una tal unidad sino a la pluralidad de valores y significados. Al respecto, Octavio Paz aduce algo crucial cuando dice que “en la historia de la poesía moderna reaparece la misma obsesión de los gnósticos y los cristianos primitivos, los montanistas y los chamanes de Asia y América: la búsqueda de un lenguaje anterior a todos los lenguajes y que restablezca la unidad del espíritu” (xii). Aquí Paz supone o por lo menos insinúa que el poeta es una especie de sacerdote universal, un exégeta, y que la glosolalia —el “hablar en lenguas”— es una de las raras liras de la hermenéutica, cuyo objetivo es llegar a comprender el lenguaje de la unidad del espíritu.

Octavio Paz

Pero unidad del espíritu es el modo esotérico de decir Dios (lingo hegeliano). En La filosofía de la miseria, Proudhon se adelantó al decir que Dios era una proyección del ser. Eso quería decir Zaratustra con su “Dios ha muerto”. Tuvo que ser un poeta el que desbancara la gravedad centrífuga de la filosofía clásica. Como lo explica claramente Alberto Constante, refiriéndose a Nietzsche: “Una filosofía o un pensamiento que carece de centro como el discurso que comunica esa ausencia de centro. No es la muerte de Dios el gran escándalo para la razón, sino la no identidad lo que hace que el mundo pierda el centro. Dios no es más que otra representación, otro modo de revelar la tragedia, otra interpretación, otra máscara de una identidad que asegura fundamentos y principios al conocimiento” (xiii).

Las ciencias del saber tienden al monismo. La poesía tiende a la multiplicidad, a los mundos fragmentarios. La poesía es la mayor enemiga de Dios y la mejor amiga del hombre. El poeta es el primer y último humanista. El poeta es lo más cercano a lo imperfecto.

Recapitulación

En ninguna época de la historia de la evolución cultural del hombre se había proyectado tanto el mundo interior como se ha hecho en nuestro siglo XX. Este siglo nefasto por sus varios holocaustos se puede también reconocer por un lirismo desenfrenado, por la obsesión por lo confesionario. Tanto que en muchos aspectos se puede comparar al misticismo de la edad media. Con la diferencia que en el siglo nuestro se sufre de orfandad. Si la vida medieval es un auto de fe, entonces la nuestra es meramente un acto poético. Una procesión sin imágenes divinas. Una confesión sin confesionario. Aunque hayamos inventado toda una iconografía y una suerte de redención mundana, estamos más solos que nunca. Estamos verdaderamente “alienados” — dementes—, en todos los sentidos que se le puedan atribuir a la palabra. Estamos cada día más cerca a descubrir el significado o los significados de lo imperfecto: el interminable bosque del humanista posmoderno.

En el bosque se oye la voz sin boca ni oído del poeta que nombra y renombra las sombras que lo agobian. En el bosque el poeta algún día sueña con encontrarse con el perfecto imperfecto.

(Este ensayo fue escrito en Septiembre del 2004 y es parte de un proyecto mayor titulado: El perfecto imperfecto.)

Notas:

i. En Florencia se vivió en carne propia entre Lorenzo Il Magnifico y Savonarola. Lorenzo salvó a Florencia de ser saqueada por los franceses o de ser condenada por los españoles. Este acto fue quizá el inicio del fin del gran renacimiento florentino.

ii. Lo que sigue al humano demasiado humano.

iii. Ernesto Sábato, Antes del fin, 6a. ed. Bs. As., Seix Barral, 1999. (p.91) Estas palabras son eco de lo que Nietszche había dicho al respecto: “Tenemos el arte para no morirnos de la verdad”.

iv. Personaje clave del teatro clásico griego. El hipócrita usaba una máscara de doble cara.

v. Según Julián Marías en Historia de la filosofía (Revista de Occidente S.A, 1966)Aristóteles resolvió la cuestión metafísica de Parmenides al definir la naturaleza análoga de la entidad. Este “descubrimiento” le da el trono a la metafísica.

vi. Roberto Castillo, Filosofía y pensamiento hondureño (Editorial Universitaria, Tegucigalpa, 1994).


vii. Cita de Walter Kaufmann en Tragedia y filosofía, Seix Barral, Barcelona, España, 1978.
Según Walter Kaufmann, “tragedia” significa “canción de la cabra”.

viii. El autor ha trabajado en tres centros psiquiátricos de la ciudad de Santiago. Tan determinantes son las alucinaciones que en la mayoría de clínicas y hospitales psiquiátricos les basta con que, en su entrevista inicial, un paciente apenas diga “es que veo cosas”, para que lo internen.

ix. En esto último Castel es muy similar a Hamlet, personaje que supera al Quijote por su profundidad metafísica. Además que bien sabido es que Hamlet sucumbe ante el vértigo trágico de la venganza.

x. Para explorar más este tema ver Madness and Modernism de Louis A. Sass (HarperCollins Publishers, Inc., 1992)

xi. Octavio Paz, “Hablar y decir, leer y contemplar” (Primera parte). Conferencia en el Colegio Nacional, 1973.

xii. Alberto Constante, “Divagación sobre lo insoportable”, La obscenidad de lo transparente (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, DF, 1994) p.135.

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León Leiva Gallardo (Amapala, Honduras, 1962) Narrador y poeta. Autor de las novelas Guadalajara de noche (Tusquets Editores, 2006) y La casa del cementerio (Tusquets Editores, 2008). En El pordiosero y el dios (MediaIsla Editores, 2017) reúne una selección de su narrativa breve. Una muestra de su poesía aparece en Tríptico: tres lustros de poesía (MediaIsla Editores, 2015).

En portada: Extracción de la piedra de la locura, Jan Sanders VanHemessen