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El pueblo dominicano tiene raíces culturales que permanecen encubiertas en su pasado. En eso no se diferencia de otros tantos pueblos que suben al escenario de la historia universal. Lo distintivo del caso dominicano es que las suyas se enraízan en seis sistemas de organización social bien definidos ya en el siglo XIX: el hatero, el maderero, el campesino, el tabacalero, el azucarero y el gubernamental. (1)

A partir del cruce de los rasgos distintivos en cada uno de esos seis modelos de organización social decimonónica resulta “una construcción cultural” (Herrera 2018: 371) que se deja discernir por medio del “contrapunteo” (Ortiz 2002) de al menos tres de sus raíces más representativas: la hatera, la tabacalera y la azucarera.

Es en ese contexto que resumimos a continuación los resultados de dicho contrapunteo. Su propósito es doble. Primero, no dictaminar una conclusión, sino que cada lector cuente con elementos de juicio para dictaminar desde la atalaya de la segunda década del siglo XXI cuál de esas raíces considera que es la que predomina actualmente en la sociedad dominicana. 

Y, a pesar de ese aparente dominio de una de las raíces, segundo, cuál de las seis debiera ser la predominante e indispensable para transformar y relanzar la vida nacional en función de algún otro modelo social más inclusivo, sostenible, democrático y dignificante de la vida en la República Dominicana. 

Antes de iniciar la tarea pendiente, imaginemos el sitio en el que tendrá lugar dicho contrapunteo, sin prescindir de sus actores y sus respectivos sistemas de organización social. Este paso introductorio permitirá visualizar rápidamente la complejidad de la cuestión

I La gallera imaginaria

Estamos a mediados del siglo XIX dominicano. Imaginemos en él, para fines de este contrapunteo, la arena de una gallera. En su lado oriental domina la relación de subordinación y dependencia clientelar del peón respecto al hatero, gestada durante más de tres siglos de existencia colonial (Landolfi 2011; Andújar 2018).

También, como quien dice desde siempre, en el extremo norteño del lado cibaeño, los actores que intervienen y toman decisiones subsidiariamente en las redes de apoyo a las labores de siembra, cultivo, manejo de la hoja, venta, transporte, comercialización y exportación de la hoja de tabaco negro al libre mercado internacional (Ferrán 1976). Y, en sus lados sur y sur central -finalizando el siglo- sobresale el auge de la agroindustria azucarera.

Además, por desperdigada que esté la exigua población en el espacio de esa misma arena, nada más aislado que el campesinado, sometido a la naturaleza y al abandono más sensible; o también los cortadores y aserraderos de madera, tumbando bosques perecederos en lejanos rincones de lomas y cordilleras. Y, claro está, hay que mencionar en términos generales a todo ese cuerpo social revestido de una burocracia que desde antaño pretende la autoridad que no necesariamente se legitima en su acepción de “servidores” “públicos”.

Así, pues, con esa gallera metafórica en mente inicio la faena escrutando la primera de las raíces identitaria soterrada en uno de los más ancestrales sistemas de organización social de La Española: el hato ganadero.

II En búsqueda de las raíces identitarias o la gallera dominicana del siglo XIX

  1. El rasgo hatero

Las relaciones sociales en el hato ganadero giran alrededor de un solo actor: el hatero, en su condición indiscutible de patrón y jefe. 

En ese tenor, el hato y la plantación azucarera pueden ser objeto de un contrapunteo por vía de la relación laboral. Se asemejan por la dependencia, tanto de los peones ganaderos, como de los trabajadores de campo azucarero, respecto a sus respectivos jefes. A pesar de esa similitud, en ningún momento se confunden entre sí puesto que en el mundo azucarero no hay trazo alguno del paternalismo que es dominante en el hato ganadero. 

Desprovistos de poder y de derechos frente al amo, los esclavos y sus sucesores, los peones, soportaron un tipo de convivencia cuya subordinación contrastaba con la cuasi -por no afirmar que- absoluta desprotección de todo derecho que padecían los campesinos en zonas rurales y montañosas del país y, en especial, los braceros azucareros en las plantaciones agroindustriales. 

En cualquier hipótesis, debido a la relativa proximidad social de los actores dominicanos en el hato ganadero, cabe advertir una serie de fenómenos culturales distintivos del territorio particularmente oriental de la recién emancipada república en 1844. 

a. El primer fenómeno significativo viene dado por la relativa cercanía y solidaridad interétnica y de corte paternalista que terminó favoreciendo el cruce racial distintivo de la comunidad mulata dominicana; y de ahí, en tanto que identificada con el patrón ideal, la preferencia general de los pobladores por los rasgos distintivos del blanco tenido por “rubio” o, en su defecto, por el blanco de la tierra. 

b. También es admirable, segundo, el predominio en el país de un solo idioma (el castellano o español) poco afectado por otras lenguas de ascendencia africana o afroamericana que ni siquiera derivaron en un dialecto. 

c. Cargado igualmente de consecuencias significativas, tercero, sobresale el uso más distendido del recurso tiempo, en tanto que, a pesar del trabajo requerido en el hato, la faena laboral no estaba sometida al ritmo y rigor productivo de un régimen capitalista produciendo para un mercado tentativamente libre, como primero lo fue el tabacalero y ulteriormente el azucarero. 

d. Como colofón, cuarto fenómeno social de notable significado, son de advertir unas relaciones de poder afectadas de subordinación y paternalismo clientelar, tanto en las haciendas primigenias, como en sus derivados ulteriores. En todas sus modalidades y momentos, esas relaciones esconden el mismo fenómeno: el relativo ocultamiento del autoritarismo vertical que atraviesa de manera unidireccional la relación patrón-cliente, en dirección descendiente de aquél hacia éste.

Dado su raigambre hatera, las relaciones sociales todas dependen del contacto directo, personal, zalamero entre dos o pocos sujetos más, arropadas por un trato simpático y personalizado, aun cuando entrañan como condición de posibilidad una considerable asimetría de poder entre las partes y una incuestionable dosis de conducta dócil del peón hacia su patrón, y de engreimiento de éste hacia aquél. 

Esa debe ser la hipotética explicación de por qué las relaciones e intercambios de ascendencia hatera, incluyendo la caudillista, encuentran sus verdaderos epígonos contemporáneos en el mundo de la política y de la administración pública, al tiempo que se diferencian de los rasgos que predominan en todos los otros modos de convivencia en el país, comenzando por el tabacalero. 

  1. El gen tabacalero

El gen cultural tabacalero surge por lo menos desde aquellos tiempos en que “el conuquero pegaba sus huellas digitales”, “su mujer era testigo de un acuerdo para asegurar el buen uso del dinero”, y “la palabra empeñada valía más que cualquier documento notarial”, según recuerda Eduardo León Asencio evocando siglos atrás en la despoblada colonia de la Española (Lora 2018: 422).

A diferencia del hato, donde un patrón ordena y todos los demás obedecen en fingida condición de cercanía: o del minifundio campesino, abandonado a su suerte en terruño de subsistencia; e incluso de la plantación azucarera, en la que picadores de caña perduran segregados de toda la población restante, la vega tabacalera es una telaraña de actores semejantes que -por iniciativa y a riesgo propio- todo lo articulan y promueven. 

Con razón, Pedro F. Bonó llamó al tabaco “el verdadero padre de la patria  (citado en Rodríguez Demorizi 1964: 199). 

Merecida paternidad simbólica en función de su tradicional don de inclusión social y de promoción recíproca, tanto del tabacalero, de su familia y de sus vecinos echando días cada uno en los predios de los demás, como del transportista de los serrones de tabaco criollo, los almacenistas locales y sus obreros, las casas exportadoras de la hoja, el personal y los estibadores del puerto de salida del producto y, por último, las casas exportadoras que compran en el país y venden a las casas matrices en el exterior.

En esa intrincada y compleja red de apoyo comunitaria cooperan y se benefician todos aquellos en lo que se sustenta una causa colectiva.  

Hechura de ese cultivo tradicional -por demás oriundo de la isla- el gen tabacalero se desarrolló y predominó gracias a un gran deseo y espíritu de superación de parte de todos esos actores que aúnan esmeros y dedicación en una tarea común. 

Abanderados de igual propósito mercantil, connatural a su reproducción social y espíritu transaccional, el empuje y la laboriosidad individual de cada uno y de todos al unísono, infunden y transmiten la característica ejemplar del tabacalero debido a su sentido práctico de interdependencia social. Su rasgo simbólico consiste en que cada sujeto humano se cuida y se supera a sí mismo en la justa medida en que depende e intercambia con los otros. No en detrimento o a costa de los demás, sino en beneficio recíproco.

Esa característica no tiene precedentes en el mundo campesino dominicano. En éste se vive desprotegido y al margen del resto de la población. Tampoco puede verificarse en los cañaverales en los que pulula una población igualmente excluida, postrada, desposeída y absolutamente ajena y sin control de los objetivos y propósitos de acumulación de poder y de riqueza que persigue, desde las antípodas de su relación laboral, el dueño de la plantación y del ingenio azucarero.

Otro tanto puede aducirse en lo que se refiere al hato o al mundo maderero y a sus respectivos legados culturales. Por un lado, el mundo comercial de la explotación maderera carece de unidad funcional que lo aglutine y promueva de manera sostenible en el tiempo, dado el abuso irracional del recurso que explota y el continuo carpe diem que padece la población aglomerada en improvisados campamentos de corte o en las periferias de poblados y parajes rurales. Y, de su lado, el hato no exhibe dinamismo alguno, ni en términos de movilidad social ni económica ni cultural. 

Por demás, cómo olvidar que, al igual que la burocracia política que hereda la idiosincrasia hatera, ésta se cobija en la rutinaria quietud y la aparente poltronería de relaciones clientelares y no, como en el mundo del tabaco, de asumir riesgos en aras de la relativa promoción recíproca de todos los concernidos.

Por múltiples vías se llega al mismo desenlace a propósito de la idiosincrasia tabacalera. 

a. Así como un grano de sal condimenta los alimentos, la herencia tabacalera, cuando trasluce en condición de meme cultural dominante -por ejemplo, en pleno siglo XIX- deviene consubstancial a la composición sociocultural dominicana por su conciencia de igualdad y capacidad de integración. 

b. Gracias a su legado cada sujeto asume su individualidad y se reproduce a sí mismo de manera autónoma, pero en tanto que aunado y superado en los demás, sin que en esa empresa colectiva intervenga o sea determinante la mano gubernamental o plegarse y someterse a alguna instancia de poder arbitraria y repetidas veces despótica.

c. No en balde lleva orgullosamente en su pecho dos preseas de oro: la de la primera apertura autónoma al libre mercado internacional de un producto dominicano, y sin contar para eso con otro apoyo que no sea exclusivamente de facto su ingeniosidad y osada iniciativa; y, la segunda, ideales patrios más liberales que implicaron la restauración de la pretendida autonomía dominicana.

He ahí lo que lo hace inconfundible pero inseparable del orden azucarero cuyo predominio se impondría durante finales del período decimonónico y gran parte del siglo pasado, superando el verticalismo hatero y la convivencia tabacalera.

Notas:

  1. A este propósito, ver Ferrán 2019: 59 y ss. 

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Fernando Ferrán es antropólogo social y filósofo, investigador y profesor del Centro de Estudios Económicos y Sociales Padre José Luis Alemán de la Pontifica Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM).