(Discurso –no ponencia– sobre José Lezama Lima, escrito especialmente para ser leído en el Homenaje a Lezama, durante la Semana Internacional de la Poesía de Santo Domingo)

“Durante los primeros siglos de nuestra era, los gnósticos disputaron con los cristianos. Fueron aniquilados, pero nos podemos representar su victoria posible. De haber triunfado Alejandría y no Roma, las estrambóticas y turbias historias que he resumido aquí serían coherentes, majestuosas y cotidianas. Sentencias como la de Novalis: La vida es una enfermedad del espíritu, o la desesperada de Rimbaud: La verdadera vida está ausente; no estamos en el mundo, fulminarían en los libros canónicos”. 

(Jorge Luis Borges, Una vindicación del falso Basílides

Alejandría es el símbolo de esa libertad creativa maravillosa que representaron los primitivos gnósticos; sus evangelios, llamados evangelios apócrifos, son quizás el verdadero faro de Alejandría para estos tiempos donde, para decirlo con Alan Moore, la cultura está pronta a convertirse en vapor.

En esa Biblia de Alejandría que Borges propone, podrían figurar algunos versos y frases de José Lezama Lima: “Todo lo que no es demonio es monstruoso. La sutileza del demonio es tan alada como el ángel transparente”; o “ni las cosas oscuras lo son tanto como para paralizarnos de terror, ni las cosas claras lo son tanto como para dejarnos dormir tranquilos”. O la enigmática pregunta: “¿leer es poseer el libro de la vida, donde tiene que leerse nuestro nombre, y ya no somos poseídos?”

Los gnósticos cultivaron la idea de una divinidad abstracta, una esfera llamada Abraxas, que opusieron al demiurgo egocéntrico de los cristianos ortodoxos. Esa divinidad abstracta no juzga las acciones de los humanos. En Demian de Hesse se sugiere incluso que Abraxas premiaría al valiente, al que elude la normalidad, al que se arriesga a romper los cercos y las fronteras, sobre todo a nivel estético, a nivel de percepción. Los gnósticos cultivaron otras ideas rebeldes y subversivas; por ejemplo, que cualquier ser humano, al estar habitado por la divinidad, es capaz de redactar un evangelio. Ninguna escritura es sagrada porque todas lo son. Por otro lado, repudiaron la idea de que el ser humano necesitara intermediarios para conversar con la divinidad. Debajo de cada piedra late lo divino, decían. Ya podemos imaginar por qué fueron borrados.

En El pabellón del vacío, uno de sus últimos poemas, Lezama realiza una misteriosa enumeración: “Ya tengo el tokonoma, el vacío, la compañía insuperable, la conversación en una esquina de Alejandría”. Toda su obra pareciera ser el despliegue de esa conversación con el otro lado de la cultura, lo que él llamaría el momento dragón, el eterno reverso enigmático, frases de honda fragancia gnóstica.

Lo curioso es que Lezama, como católico gnóstico –o católico órfico, como le gustaba definirse. pertenece al bando de Alejandría pero también al de Roma; habita ambas mitades de la esfera. Quizá se cumple en su caso la afirmación del cineasta chileno Raúl Ruiz, según el cual los artistas disfrutan inscribiéndose en varias sociedades secretas al mismo tiempo. A diferencia de los políticos, los poetas no tienen la obligación de elegir bando. Por eso pueden entregarse a la contradicción, a la paradoja. Y nadie tan paradójico como Lezama.

Me gustaría entonces situar a Lezama en la compañía insuperable de los autores de estirpe gnóstica como William Blake, Helena Blavatsky, Carl Gustav Jung, Hermann Hesse; autores que si eligen eligen la totalidad de la esfera, eligen el misterio, eligen elegir, como apuntaría el mismo Lezama al decir que “escoger solo merece hacerse visible cuando nos escogen”. Los poetas de raigambre gnóstica no toman partido, prefiriendo entregarse a la experiencia oceánica de lo real, empujando al lenguaje más allá de lo normado o lo permitido, hasta convertirlo en un cuerpo, en un órgano, en un organismo. La palabra hereje, dicho sea de paso, significa el que elige.

Pero Lezama tiene también su propia y personal Biblia gnóstica, que es la novela Paradiso, obra quepertenece, según creo, a la categoría de los libros holográficos, categoría ilustre, de pocos especímenes. La mayoría de los libros nos ofrecen un viaje, y nos sobornan con la promesa de una hermosa meta. En el Libro Holográfico, por el contrario, cada párrafo pareciera tener un sentido en sí mismo. Podemos habitar ese párrafo, sin prisas, y desde allí ganar una intuición del libro entero. 

Cualquier fragmento de Paradiso nos tiende puentes hacia otros libros y mundos, como si cada párrafo tuviese una serie de enchufes para conectarse con otras matrices de realidad. 

Cada párrafo en Lezama es carruaje, meta y hospedaje. Es el misterio que hace de Paradiso un libro–esfera, un talismán gnóstico. En las novelas tradicionales el autor nos coloca una zanahoria delante para que corramos hacia el final, en busca de la solución, de la receta, del “qué pasa”. En Paradiso, no pasa nada, no hay clímax, solo hay imágenes centelleantes, lugares para reposar y soñar; por ejemplo:

Es este un párrafo estructurado como una pintura china, como una fórmula matemática o un diseño barroco; no hay dentro ni fuera, no hay adelante ni atrás, como en los sueños. Y es así cómo Lezama nos enseña a soñar la literatura, a soñar el mundo como un modo de reinventarlo, de reinventarnos. Yo invito a quienes me escuchan a que tomen este pasaje de Lezama y realicen el siguiente experimento: sustituyan el sillón, las carcajadas, el cabrito lunar, el vacío y la puerta que da al patio por otras entidades de su preferencia. Muy probablemente se sorprenderán de los resultados. 

Además de crear esa enorme catedral gnóstica que es Paradiso, Lezama nos ha legado una de las Guías de Viaje más estimulantes para navegar en las espesas aguas de la cultura (la cultura que para Lezama no es erudición fría, sino proceso de ingurgitación o incorporación digestiva): me refiero a su Curso Délfico.

El Curso Délfico es un programa lúdico–mágico de iniciación a la lectura descrito con bastante detalle en Oppiano Licario, la continuación inconclusa de Paradiso. También se encuentran disponibles testimonios de algunos amigos y conocidos de Lezama que fueron discípulos del Curso en algunas de sus etapas.

Las tres partes o secciones del Curso Délfico llevan títulos desconcertantes; obertura palatal (donde se busca despertar el gusto por la lectura en el estudiante), horno transmutativo, (también llamado por Lezama “La biblioteca como Dragón”, título de uno de sus ensayos más herméticos y fascinantes) y Galería aporética o ‘’Curso Délfico propiamente dicho”. Si en la obertura palatal se busca, como su nombre lo indica, afinar el paladar y la curiosidad lectora, en el horno transmutativo entramos de lleno en lo que Lezama llama el ‘’estómago del conocimiento’’, la aventura infinita del saber a través de las épocas y las culturas. En la Galería aporética, por último, se tocan esas teorías excepcionales y extrañas, esos textos limítrofes que parecieran haber sido escritos en otro planeta.

El nombre de Curso Délfico remite al famoso oráculo de Delfos, cuya sentencia principal, “hablo sólo para quienes están en la obligación de escucharme”, Lezama solía citar con frecuencia).

Las novelas iniciáticas de Hermann Hesse (especialmente su Viaje a Oriente), por ejemplo, son libros representativos de la Obertura palatal, ese estado larvario donde el lector–escritor acepta su ignorancia y busca, desesperadamente, imponer un rostro al caos: nace de este modo la biblioteca personal, que da cuenta de las primeras apetencias y curiosidades. Quienes acudían a Lezama para que los iniciara en el Curso Délfico, eran sometidos a interrogatorios acuciosos en el mejor estilo de la mayéutica socrática. De este modo, iban siendo guiados por los laberintos de la literatura y moldeados en sus gustos y aspiraciones. Justo es decir que la mayoría de nosotros no tiene tanta suerte. Vamos por la vida, errando de biblioteca en biblioteca, de librería en librería, encontrando a ciegas o a tientas los libros que nos hacen señas desde anaqueles perdidos, pues los libros también tienen voluntad propia. Mi obertura palatal fue la biblioteca de mi tío, cuya amnesia en verdad fue mi primer maestro en el arte de la lectura. Los libros que le gustaban solía comprarlos dos veces, no por extravagancia, sino por estricto olvido. Extrayendo de los estantes los tomos repetidos, formé mi primera biblioteca.

Pienso en los beneficios que traería a una sociedad si cada colegio y cada universidad tuviera su propio Curso Délfico; volvería a asociarse la lectura con el juego, la celebración y la gratuidad, y no con los deberes escolares y el sentido del rigor académico.

En mi adolescencia, ante la imposibilidad de fotocopiar ciertos libros (había una o dos fotocopiadoras en mi ciudad, Camagüey, en los años 80, y no estaban disponibles para el público), comencé a copiarlos a mano, con lápiz de grafito y apelando a mi mejor letra. Todavía hoy los poemas y ensayos de Lezama me parecen de los pocos textos que vale la pena ser copiado a mano, como era usual en las épocas anteriores a Gutenberg. En mi experiencia, hay páginas Lezama –por ejemplo, el capítulo XIV de Paradiso–, que pueden ser mejor apreciados si los leemos como en un susurro mientras los copiamos a mano.

Leyendo a Lezama caigo en la cuenta de que lo fantástico, la experiencia estética, o el Numen, pueden aparecer en las grietas del mundo, en esos intersticios o resquebrajaduras que muestra el tejido de lo real cuando afinamos la percepción, y que escapan a los sentidos tradicionales; Lezama se ve en la necesidad de inventar nuevos sentidos para captar esas relaciones, y así se refiere a la posibilidad de que, en las pausas de la escucha, surja un entreoído; y en las pausas de la visión, una entrevisión. Esos sentidos no cartografiados, constituyen en Lezama un modo de leer sin leer, un modo de apropiarse poéticamente del mundo; así, con total propiedad podemos decir que existe una lectura lezamiana, así como hay una lectura dantesca o kafkiana o borgeana del universo. 

Y ese modo de lectura, encarnado en el concepto de la vivencia oblicua, en el leer entre líneas o entre dientes, en no intentar entender lo que se lee, sino atesorar las resonancias, el eco, la arenilla que va quedando tras cada lectura, ese fantasma de los libros aposentándose en la memoria cultivada como un segundo cuerpo, emerge con dignidad propia en los ensayos de Lezama bajo el rótulo de “La biblioteca como Dragón”. “Toda biblioteca es la morada del Dragón invisible”, nos dice, en otro versículo digno de la Biblia de Alejandría. Y el juego de la lectura consiste en escuchar respirar al Dragón de las metamorfosis, es decir, convertir la naturaleza en sobrenaturaleza. Cuando la propia biblioteca ya no es solo un reducto para investigar y estudiar, sino para jugar e inventar. Una biblioteca articulada en centros (atractores) y en fases (como las iniciáticas del Curso Délfico); donde las rayaduras o subrayados trazan vínculos entre libros y encienden la biblioteca o despiertan al Dragón allí dormido; donde los libros ausentes o deseados trastocan el imaginario casi de igual modo que los libros presentes; una biblioteca extraña, anómala, imposible de ser “normalizada”, donde también ocupan su lugar los libros imposibles o inexistentes.

Recordemos que “lo irreal levita y lo inexistente gravita”, según Lezama. Mientras que lo irreal simplemente se deja arrastrar por la corriente de lo establecido, lo inexistente irradia una pulsión, una porosidad, una textura, semejantes a ese vacío taoísta, ese principio de lo increado creador tan presente en la cultura china y que Lezama revisa, desmonta y reescribe en sus ensayos. En el arte, la ausencia constituye uno de los principios estéticos más poderosos. Recordemos la Rebbeca de Hitchcock, o La desaparición, de George Perec, o La Flor Inexistente del chileno Miguel Serrano. Lezama juega con esa ausencia, todo el tiempo, con ese vacío. De esos claroscuros, de esos fractales numinosos –más que luminosos– se nutre su sistema poético del universo.

Y llego así a lo que considero el valor más entrañable del ser–Lezama. No es necesario vivir cerca del Sol para beneficiarse de su luz y calor. Es posible vivir en los extramuros y de igual modo participar del misterio; la puerta de atrás de la cultura puede ser tan vasta y prodigiosa como la puerta principal. Además, por la puerta de atrás podemos llegar a donde no hay mapa, a las bodegas sumergidas donde encontraremos, si los oráculos nos son propicios, los tesoros abandonados y olvidados, y podremos crear nuestro propio mundo sin que ninguna policía del pensamiento venga a imponernos sus normas. Por eso el asmático Lezama nos ayuda, paradójicamente, a respirar mejor. Esa respiración, esa libertad, era su tokonoma, su vacío, la construcción de esa nueva Alejandría que hoy, de algún modo, aquí celebramos.

Temuco, octubre de 2020

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Carlos Lloró es un escritor, músico, tallerista y académico cubano, nacido en 1970 y residente en Chile desde 1993. Se desempeña como profesor de Guitarra Clásica, Teoría Musical, Armonía y Lenguaje y Construcción de Mundo en la Universidad Católica de Temuco.