Mención de honor, Primer Concurso de Cuentos René del Risco Bermúdez

Su perpetuo dilema era de qué se mantenía finalizado el black friday. Ya que Juan Ñe solía laborar como el cliente desesperado que siempre se estrellaba cuando al tumulto finalmente se le abría las puertas de las tiendas. Las gerencias lo buscaban para darle más vivacidad al asunto, decía.

Juan llevaba varios años ya en el negocio. Cuando estaban presentes los camarógrafos de noticias sabía que debía cobrar quinientos por arriba de la tarifa. Si le agregaba rodar par de veces por el suelo, para sazonarlo más, eran cuatrocientos más. Ñe siempre de innovador. Una vez le propuso a uno de los dueños entrarse a galletas con Juan José, como hacían en los tiempos de muchachos cuando iban perdiendo en las primarias del partido, para que se viera la pasión de la clientela por las mercancías ofrecidas. Como sucedía allá en el norte. Pero el fulano no tuvo visión…

Pero Juan la tenía porque era un verdadero profesional.

Invertía horas en las plataformas de videos para examinar como sucedía la celebración en su versión original. Estudiaba con detenimiento los estrallones del primer mundo. Como se caían de boca las doñas en sobrepeso cuando se abría la corrediza. Los fuck you de los más extrovertidos. Los jalones de cabellos. Toda la celebración en todo su esplendor.

Pero su realidad siempre le llamaba a la puerta. Aunque se les arreglaba para tener varias presentaciones en diferentes horarios. Lo que acumulaba en el black friday no le daba después de diciembre. Así que al nuevo año tenía que volver como coordinador de aplausos al mismo programa sabatino de siempre. Lo que en realidad no le desagradaba del todo. Le tenía cierto cariño. Sobre todo a los concursos: el que tira el dado manga, Rueda, rueda la ruleta o Anota y gana. Ñe observaba con detenimiento a los ganadores. De cómo eran felicitados por el público y demás…

Pero aun así, decía, no le era suficiente.

La revelación le llegó un día comiendo lo que le había preparado su mujer. Encontró una espinosa pata de cucaracha entre los rojizos espaguetis. La tomó entre su índice y pulgar derecho, caminó decidido hasta estar frente a ella y le armó el show. Gritó, lanzó sillas al piso y bramó que ya no aguantaba más. Ella solo se disculpaba, no sabía qué pasó, cómo llego eso ahí, preguntó. Ñe, sentencioso, dijo que prefería aceptar la oferta de Juan José y volver a las andadas a que estar comiendo rastreros. Ante tal lógica, su mujer tuvo que aceptar…

Juan José los había convocado para el nuevo proyecto. Se encontraba Juan Ñe sentado en la rústica y apretada oficina de la alcaldía de una pequeña municipalidad olvidada. Lo acompañaban: Carlos Manuel, estudiante de derecho en un pequeño ventorrillo que se hacía pasar por universidad privada y primo de Juan José; la Tetona, un joven que aspiraba a ganar lo suficiente para insertarse unos implantes de considerable envergadura, y Cabeza, jabao idiota y tosco de posible atraso mental.

—Oigan la que hay—les decía Juan José—. Tenemos encargo. Allá, en Monte Arriba, van a hacer una consulta a la gente sobre unos terrenos municipales. Pero el nuestro quiere que eso se caiga. ¿Me siguen?

—¿Por qué…? Digo, si eso es en otra demarcación—dijo Carlos Manuel.

—¿Y? —fue la respuesta de Jota Jota, como le decía su primo a Juan José— Solo debes saber que el alcalde tiene su movida…

—¿Y qué hay para nosotros? —intervino Ñe, hablando como hombre de experiencia.

—Lo que siempre debe de haber…— le contestó Jota Jota.

Los cuatros asintieron con la cabeza mecánicamente.

Juan José les pasó a explicar el meneo. Pero primero les dijo que ya él era reconocido en la zona por sus funciones en el partido, a diferencia de Ñe, él si se había quedado y ascendido a jefe de la misma, por lo tanto no participaría en la acción.

Todo quedaría a cargo de su hermano y tocayo Juan Ñe.

Juan José explicó la hora, el lugar, la ausencia de seguridad por su intervención, mientas ponía una mano en el hombro de Ñe que estaba sentado de frente al resto. Jota Jota le mostraba al trío a su hombre de confianza. Mas Ñe estaba concentrado viendo a la espigada presentadora que, con micrófono en mano, leía una de las tarjetas de producción a la señora de mediana edad parada a su lado. Ya tenía ganado un juego de cama y una bañera para recién nacidos.

 —¿Me cambia…? —decía con grandes ademanes la presentadora de minifalda y delicado escote— ¿Este juego de cama por lo que está detrás de la cortina dos?

 Si estaba detrás de una cortina, argumentaba a gritos Ñe desde el público en el estudio, debía de ser más grande el premio.

 —Desmontate, Ñe. Ya llegamos—le interrumpía Carlos Manuel, a quién le había tocado manejar la camionetica roja de dos puertas para el proyecto. Eran las dos de la mañana en la noche en cuestión.

 Ñe salió del lado del pasajero, de inmediato se le acercó la Tetona que lo observaba detenidamente.

—Me gusta ese nuevo corte—le dijo moviéndole el índice por el rostro—Te sienta mejor.

 Ñe sonrió.

Ahora, la Tetona y Cabeza cargaban los bidones de gasolina frente a la puerta. Carlos Manuel se estacionaba más delante. Juan Ñe recordaba la parte que le tocaba hacer: dirigir.

 —Cabeza, ve y forza el candado—decía mientras del bulto negro de viajero que cargaba le sacaba una pata de cabra para esos fines.

Cabeza le daba al candado y su cadena. Carlos Manuel volvió de esconder el vehículo. Ahora entregaba al grupo unas cédulas de a quiénes acusarían. Se tirarían los documentos en medio del incendio más como mensaje, que para despistar. Todos los del círculo interno del partido y alrededores sabrían de qué se trataría el fuego.

—Ya está— jadeaba Cabeza.

Pero Ñe les hacía seña de que aguantaran, todavía no debían entrar.

—Falta algo—dijo.

—¿Qué? —le preguntaron.

—Lo importante.

Carlos Manuel, que desde un principio no le gustó que trajeran a alguien fuera del grupo a dirigir, aunque haya sido al mítico Ñe, fue el que dio la voz de alarma. Se acercaban dos luces amarillas hacia ellos. La Tetona y Cabeza empezaron a ocultar los bidones. Pero Juan Ñe les hizo otra seña.

—No, no. Esto es lo que esperábamos.

El vehículo se estacionó junto a ellos. Del mismo salió Darío. Los acompañantes de Ñe lo agarraron y sometieron al percatarse de la cámara de video con la que contaba. Juan intervino y afirmó que él fue quien lo había convocado.

—Pero ¿cómo así? ¿Para qué queremos alguien nos grabe en plena faena? —le increpó Carlos Manuel

—¿Sabe de esto Jota Jota?

 —No te apures que todo está hablado— le respondió Ñe—. Esto es precisamente lo que necesitamos… No te apures, Darío. Yo te digo cuando empiezas.

La Tetona hizo mueca de en qué me metí. Aun así, junto a Cabeza, entró el material. Carlos Manuel, todavía molesto, abría las cajas de las boletas y regaba el contenido. Luego esparcía el líquido acelerador. Darío, quién conoció a Ñe de la prensa que cubría sus black friday, se le acercó y le habló casi al oído.

— Como que falta algo.

 — No sé de qué me hablas—respondió Ñe en alta para voz para que no hubiese sospecha, luego por lo bajo, le decía— Pero no deben tardar en llegar…

 Darío asentía en silencio bajo la mirada inquisidora de Carlos Manuel, quien acababa de poner papel viejo en alguna de las esquinas. Ñe debía iniciar el fuego encendiendo uno de los manojos.

 Pero primero debía darle la última vuelta a la ruleta.

 —¿Me entendió? —le preguntaba la presentadora de minifalda y jugoso escote a Juan Ñe—Si en la próxima le sale la careta de diablo cojuelo gana…—Ahora la joven le acercaba el micrófono a la cara, con una gran sonrisa esperaba congelada la respuesta.

 —…un fin de semana con todos los gastos pagos— respondió Ñe con gran carcajada, mientras le daba un jalón a la ruleta.

El público gritaba de emoción. ¡Rueda, rueda la ruleta!, ¡viene, viene la careta! Cantaba también la presentadora, mientras las modelos bailaban a ritmo de la canción al lado de Ñe. La más bonita, y ambas sumamente lo eran, posaba la mano en el pecho de Ñe y se lo sobaba musicalmente. Luego le ponía las manos en la cadera y lo invitaba a bailar también.

—¡Ay! — interrumpió la Tetona—¿Y es bailando en medio del fuego que está?

—¡Atiende!, ¡ponte vivo! — le gritó Carlos Manuel.

Ñe era rodeado por el fuego que él mismo había iniciado. Lo sacaron con el calzado chamuscado entre Darío y Cabeza. Carlos Manuel manda a recoger, es tiempo de irse. Ya todo se consumirá en minutos, dice. Cuando varios pares de luces más arriban. Darío activa su cámara. Es Rompehuesos, el jefe de seguridad del ayuntamiento, asistido por varios milicianos y algunos uniformados.

El Rompehuesos, hombre alto y fornido, pero obeso, de cara grasienta y cabeza cuadrada; les indicó a Ñe y sus acompañantes el gran placer que le producía encontrarlos in fraganti a ese grupo de feladores de gran experticia e intensidad. Carlos Manuel argumentó que no debían ser tratados así, debido a cierta cortesía profesional que se les debía. Al final de cuentas todos eran simples asalariados de los que no bajaban a ensuciarse las manos. Pero el Rompehuesos le contestó que asiera sus argumentos y se los introdujera en su bolsillo de carne trasero.

Por su parte, Darío apuntaba su cámara, finalmente registraría el gran evento que se le había prometido. Ñe se preparaba por igual, se ponía en el lugar que entendía le proporcionaba mejor encuadre. Se acotejó su pelo y ajustaba el cuello de su camisa, cuando Rompehuesos expresó su desacuerdo con sonora galleta que hizo rodar a Darío y su cámara por el piso hasta llegar al cúmulo de fuego próximo.

Carlos Manuel sacó el arma que le había entregado Jota Jota antes del servicio. La que le había dicho que era solo una formalidad, la que no necesitaría, y le entraba a tiros a los esbirros. En tanto Cabeza se encargaría del tú a tú contra el señor Rompehuesos. Empezaba la fiesta. Caía el primero de los milicianos que no esperaban tanta resistencia. La Tetona aprovechó y se escabulló por la puerta mientras el resto se cubría. Gritaba a todo pulmón dando parte a los vecinos del paraje de la que se armaba.

En cuanto a Ñe, finalmente reaccionaba. Corrió hacia Darío y su cámara que se chamuscaban en las llamas. Intentaba sacarla a salvo del siniestro. Pero mientras más lo intentaba, más complicado estaba la cosa. No había forma…

 —Señor voz—decía el presentador, el señor Ñe, viendo al techo del estudio—díganos… ¿cómo va nuestro concursante: el señor Ñe?

 —El señor Ñe debe apresurarse o perderá todo lo acumulado hasta ahora— decía la voz del estudio.

 —¡Vamos público! ¡Ánimos para ÑE! —gritaba el señor Ñe presentador señalando al gran cartón de bingo en fondo del estudio— Solo debes darle al cinco. Ya sabes que no puedes pasarte la vida poniéndole patas de cucaracha a tus comidas— le dijo a Ñe con un guiño.

A Ñe concursante solo le faltaba una casilla para lograr la primera columna. Debía lanzar desde detrás de la línea a tres metros de distancia un pegote de papel mojado hasta el «5B». Pero Ñe era lo que se decía un alitraneao. Malo como el solo. Por eso no había dado para la pelota, a pesar de la insistencia de la madre, decepcionando a todos en la familia.

 —¡Anota y gana… anota y gana… anota y gana! —animaba la audiencia mientras el danzar de las modelos, las llameantes luces y el humo se acrecentaban.

Ñe solo tenía un turno más… pero ahora su único dilema era saber cuántos días más faltaban para el próximo viernes negro.

___

Aníbal Hernández Medina (República Dominicana, 1978). Es graduado de publicidad en la Universidad Autónoma de Santo Domingo y de guionista por la Universidad de Sevilla. Miembro del Taller Literario Narradores de Santo Domingo y de la Asociación Dominicana de Ficción Especulativa.