Se me ha pedido algunas veces que explique por qué escribo. Pero como no escribo mucho, prefiero no responder. La literatura, para mí, es más bien un impulso ocasional que interrumpe brevemente mi verdadero oficio: la enfermedad. Sí, soy un enfermo a tiempo completo y al cuidado maniático de mi enfermedad le he dedicado la mayor parte de mi vida.

¿Cuál es mi padecimiento? No lo voy a revelar, porque es un detalle de poco interés. Lo que verdaderamente importa es mi insatisfacción. Como el escritor que se siente restringido por el mundo que habita y crea un espacio alterno donde explora sus mayores obsesiones, no he podido conformarme con la limitante realidad de un solo mal y me procuré muchos otros que los doctores, después de cavilar hasta el cansancio, decretaron como imaginarios.

Sí, soy un malabarista de la fisiología. Multiplico síntomas con la misma facilidad con que el mago extrae conejos y palomas de su sombrero de copa. Un mareo nunca viene solo. Tienen que sumarse los pies fríos, las manos temblorosas, el vértigo y la náusea. Conforme avanza el día, más elementos se suman paulatinamente a la escena: taquicardias, adormecimiento de piernas, problemas respiratorios, visión borrosa y dolores apenas perceptibles en el pecho, la ingle y bajo la mandíbula. Es decir, cada día me siento morir y nunca me muero, porque la enfermedad, en mí, es un acto creador, un simulacro que solamente yo percibo, en su intimidad, como un drama ligeramente atroz. Si yo no creyera en cada uno de mis espasmos, si mi magia no fuese superior a la del ilusionista por reposar objetivamente en la realidad tal y cual yo la percibo, sería un simple farsante. Porque creo hasta la exageración en lo que hago, porque soy un enfermo legítimo y honesto ante mí mismo, es que escribo este discurso ante la comunidad de los sanos…

No ha sido fácil adquirir conciencia de mi condición. Todos los que padecen una misma enfermedad, si bien la sufren de manera diferente, al final comparten, por lo menos, un síntoma… Yo tengo una infinitud de síntomas que no comparto con nadie, lo cual me lleva a la conclusión de que mi cuerpo, en un acto de originalidad absoluta, los ha creado. Después de observar muchas veces estampada en el rostro de decenas de doctores la perplejidad ante lo inverosímil, me di cuenta de mi excepcionalidad. Sí, posiblemente no escriba bien, tal vez soy un mal padre o un amante desleal, quizá nunca cumplí con probidad el rol del buen amigo… pero como enfermo, lo declaro de una vez, soy realmente extraordinario.

Mi situación, en realidad, no es envidiable. Nadie quiere verse en esa situación penosa que lo arrastra a uno en incontables ocasiones a la sala de emergencias, para ver destruidas, con frialdad científica, cada una de sus ilusiones mórbidas. Y esto se debe a que ningún enfermo contempla su enfermedad como oficio que requiere disciplina, entrega total, vocación. Nadie, en suma, entiende que la enfermedad es una obra que se teje día a día, suprimiendo excesos, sumando necesidades, expandiendo el alcance de los latidos del cuerpo como si fueran intuiciones, hasta llegar a la perfección sobre la hora de la muerte. 

Yo soy de los pocos que en una hora específica puede decir ante los sorprendidos concurrentes a una fiesta o una cena: “Me despido, señores, es hora de estar enfermo, me espera una noche tenaz”. He tenido larguísimas jornadas en que fructíferamente se enlazaron fiebres, espasmos, latidos violentos del corazón, dejando mi cuerpo extenuado, satisfecho de haber concluido de pie su faena. Tal vez a más de uno le parezca un absurdo, pero en mi cronograma se puede apreciar cierta precisión que a mí mismo me sorprende: “Lunes, enfermo de cuatro a siete de la noche… Sábado, convalesciente de ocho a diez del día…”

En fin, si hoy por enésima vez me preguntaran por qué escribo, volvería, por respeto, a la literatura por medio de la alusión. Diría que el autor que más me ha influenciado ha sido Marcel Proust. Pero no por su modo de escribir, sino por su modo de estar enfermo. Como él, paso interminables horas en la cama, rodeado de libros que leo intermitentemente y poseído por síntomas que se renuevan cada día –síntomas que al ser la negación corporal del tedio, me empujan hacia el vórtice de una pequeña odisea de tribulaciones físicas y emocionales que evocan a las fases de Severo. No, yo no sé escribir. Pero para tenderme en un lecho, víctima de misteriosos padecimientos, créanme, soy un verdadero maestro.

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Marco Escalante, ensayista peruano radicado en Chicago. Autor de Malabarismos del tedio (Editorial 7Vientos).

Imagen de portada: El convaleciente, Carolus-Duran, 1860