El pensamiento de los teóricos decimonónicos sobre la idea de apropiación de la Historia partió del alemán Max Weber quien alertó desde temprano que más allá de derecho y propiedad en el contexto político y económico, dichas nociones también podían traspasar al plano del ámbito social y cultural. La pretensión de “propiedad” de una idea o de una interpretación particular del hecho intelectual o histórico, por ende, podrían terminar también a manos del poder y la dominación de entidades o sujetos que pretenderían hacerlas suyas. Lo acaecido en días recientes al designarse el auditorio del Ministerio de Cultura de la República Dominicana con el nombre de nuestro respetadísimo político, intelectual y escritor Juan Bosch “gracias” a la sustitución del de Enriquillo Sánchez, asignado a aquel local desde hace más de tres lustros, no puede constituir nada más que una incomprensible, innecesaria y fallida pretensión de apropiación de nuestra historia literaria reciente.   

Este número, Plenamar se hace eco de las voces de artistas, escritores e intelectuales que en diferentes medios y desde espacios allende las fronteras han expresado públicamente sorpresa y rechazo ante la personalista actuación del anterior ministro de Cultura, arquitecto Eduardo Selman. En esta ocasión, a propósito del vejamen a la memoria y legado literario y periodístico de Enriquillo Sánchez, así como del aniversario de su natalicio el próximo 25 del mes en curso, nos honran las plumas de Rey Andújar, Basilio Belliard, Miguel Collado, Pedro Delgado Malagón, Plinio Chahín, José Mármol, Frank Moya Pons y Darío Tejeda, amigos y conocedores de la obra del poeta y prosista, uno de los más importantes pensadores y exponentes de la joven (e incompleta) modernidad nacional de su época. Se incluye además en este dossier el mágico texto que Enriquillo dedicase a la figura de su admirado René Del Risco Bermúdez, a propósito de la publicación de sus cuentos por la editorial Cielonaranja en 2003.   

Los funcionarios, no quepa duda, tienen razón de ser porque se deben a los ciudadanos; los elegimos, pagamos sus salarios y presupuestos. Sus decisiones, por ende, deberían ser las más convenientes al sentir y pensar de la colectividad y no responder a la obstinada y medalaganaria interpretación de quien dirija cualquier cartera. Honrar a un merecido personaje a costa de los méritos de otro, sobre todo si ambos confesaban admiración mutua, si rechazaban la tan prevalente megalomanía de los círculos políticos e intelectuales del país, y si, sobre todo, estos ya no se encuentran entre nosotros, tal acto no puede constituir otra cosa que no sea una desagradable mezquindad. 

Los que conocimos a Enriquillo estamos convencidos de que, de vivir aún, el magnífico prosista nos hubiese recordado a todos, ministro incluido, la admiración que sobre Don Juan siempre llevó en su corazón, como cuando expresó un febrero hace 30 años en referencia a Bosch que “(…) pasma y agrada saber que el dominicano que con más fiereza ha amado lo suyo ―esa áspera dominicanidad que estudió y enalteció desde el primer día― sea a la vez el más universal de todos nosotros”. Inconcebible, pues, despojar al uno de su grandeza para aupar al otro ya grande; imposible comprender cómo el símbolo de una generación pueda ser trastocado gracias a un desesperado acto, protagonizado en el umbral de la desaparición de una cuestionable gestión que fallidamente, intentó salvar la anterior. Que la sensatez logre enmendar ese entuerto.