En los tiempos en que el intérprete peruano Hugo Henríquez intentaba impresionar a la dulcinea de sus desvelos prometiendo regalarle “un continente”, un tímido muchacho de Los Pepines prometía a la suya, nada más que “una casita chiquita y bonita (…) y quizás alguna flor”.  El valor de lo sencillo. Amor a primera vista. 

Se llamaba Victor José Victor Rojas, pero sus amigos le decían Vitico. Cuentan que mientras crecía como músico, compositor y cantante, la política social de la Iglesia lo sedujo como seducen sus canciones; y así pasó a la militancia política y al compromiso social que nunca abandonó, mientras se iba desarrollando en él una especial sensibilidad hacia la cultura popular y sus héroes anónimos y sus talentosos muchachos de barrio a los que nunca abandonó. 

Fue el primer ministro de cultura cuando aún no existía ni la secretaría ni el ministerio, y junto a Manuel Jiménez y un puñados de locos inteligentes de greña y afros, fue el gran componedor de todo aquello. 

En nuestro chat de amigos, del que era el eje central e inspirador cotidiano, siempre repetía (y volvía a decir): la cultura es poder, y dale que te pego con lo mismo. Realmente le fastidiaba la visión marginal, prejuiciada, discriminatoria e ignorante de muchos de nuestros altos dirigentes políticos hacia la bendita cultura. Y otra vez, que la cultura es poder. 

Solidario como un cura de barrio, pude conocerlo y hablar largamente con él, por primera vez, la noche en que un grupo de agrónomos en los años ochenta, ocupamos la entrada del Congreso Nacional en protesta vaya usted a saber por qué, y él nos visitó, guitarra en mano, para solidarse con nosotros. En esa noche de jengibre y sueños compartidos, cantamos y hablamos hasta que Dios lo permitió. 

Llegaron los años noventa, volvimos a vernos, siempre acompañado de su hermano José Antonio, o de su duende mayor, representante, albacea y guachimán armado (de su palabra), Freddy Ginebra;  lo demás fue verlo crecer local e internacionalmente, y ganarse un respeto profesional que muy pocos han logrado, especialmente en España. 

Todo esto ocurría mientras se convertía en el maestro por excelencia para explicar y enseñar cómo se hace una bachata enriquecida sin que parezca light; cuáles son los giros imprescindibles para cantarla y que sienta el soberano que se está sufriendo por un ritmo cuyo gran drama radica en que, en sus letras “la mujer ya se fue o no ha llegado, pero el caso es que nunca está”, como me explicó en santo lugar sureño un día, Vianco Martínez, mientras alguien andaba “buscando un amor por cualquier parte”. Un amor que se había ido no había llegado y nunca estaba, ay.  

Víctor pensaba que el conocimiento era como el amor, que mientras más lo das, más tienes y más recibes. Quizás, sin su colaboración y la de Ramón Orlando Valoy, la música, y específicamente el sonido y la cadencia de la bachata del más completo y premiado artista dominicano de todos los tiempos, Juan Luis Guerra, no hubiese sido lo que es hoy. De buenas fuentes abrevó el autor de Lacrimosa.  

Fue Vitico, quien vistió de smoking lírico y musical a ese tango nacional que es nuestro bachata, del que él fue a la vez, Piazzola y Santos Discépolo, entre Los Pepines, Casa de Teatro y Arroyo Hondo.  

La patria perdió a su artista más auténtico y genuino, un muchacho grande, hijo de Pavel Núñez, y padre de todo el que ama la música nacional. Nunca se creyó que era quien fue y seguirá siendo. Sin poses, ni public relations, incapaz de la más elemental autopromoción, salvo que Freddy Ginebra, José Antonio o Tommy García anduviesen cerca para llamarlo al orden. 

Con este viaje de Víctor José Victor Rojas, su compañera de vida, Zobeida, y sus hijos Ian y Amy han perdido a su estrella, su sol y su sombra. Los enamorados de Iberoamérica han perdido a su cupido con guitarra, sin más flecha que un bolero,  y nosotros los de “la Peña de los muertos de hambre”, que somos un grupo de amigos que anda de casa en casa, pastoreando cariños como otros pastorean sus rencores, esta peña, perdió a su centro, a su miembro más militante, necio y amoroso, con una vocación pepinera para el insulto fraterno que era su manera de decirnos te quiero.

Durante los últimos ocho años, y especialmente los últimos cuatro, todos los días hubo de parte de Vitico un “buenos días” para los amigos de la peña, algo que comenzaba temprano, pues dos miembros se encuentran a seis horas de diferencia. Precisamente por eso, eran Olivo Rodríguez Huertas y José Antonio Rodríguez, desde Madrid y París, respectivamente, quienes, junto con Víctor (a quien yo llamaba “El VV”),  y conmigo, iniciábamos el día con un saludo, que a los pocos minutos podía convertirse en un fastidiar y dar cuerda, con cualquier pretexto. 

Recuerdo que le ofendía sobremanera cuando yo le aseguraba que no, que él no era de Los Pepines de Santiago;  sus respuestas a mi difamación, que los demás compañeros secundaban, no son publicables aquí. Una vez, por molestarlo, logré que el siempre formal y discreto amigo, Flavio Darío Espinal, grabara un video donde (muy serio) explicaba con especial gadejo, las razones de por qué el VV no era del barrio. La enemistad entre nosotros duró varios días, salió del chat, luego volvió, pero la ofensa no pudo ser mayor. Mi venganza había rendido sus frutos. Y así, entre insultos, desayunos de domingos, calumnias, difamaciones, almuerzo de los martes donde El Gordo y los jueves donde Yumaila, se fue fortaleciendo una amistad que terminó pareciéndose demasiado a ser hermanos. 

Victor José Victor Rojas, Vitico, el VV se ha marchado, y para llenar tanta ausencia no hay Confusión ni acierto, Casita ni villa, Mesita de noche ni de día, que valgan. Donde estés, cántala otra vez, para que te oiga, cántala otra vez…  “No puedo olvidar tu aroma, ni tus besos ni el color del helado de pistacho que te manchó el vestido… por haberte encontrado yo me hubiera perdido”. 

Martes 21 de julio de 2020.

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Pablo McKinney. (Baní, 1959). Escritor, periodista y conductor de programas de radio y televisión.