Leer no es solo un acto recreador, sino además una acción y una manía creativa, una celebración espiritual y un acto de felicidad en soledad. Se lee no por necesidad, ni por un deber ético ni por obligación. Leer por castigo o imposición, no por la tentación de la curiosidad, no conduce a un acto de aprendizaje heurístico. Es además una aventura de la libertad, que despierta un apetito de conocimiento. Inducir a alguien al mundo de la lectura es hacerlo comprender que los libros representan un acto de iluminación y un alimento como promesa de comunión. Los libros están vivos en el tiempo de la cultura, y por tanto, todo el mundo sabe que, quien no sepa leer, sabe que existen El Quijote, La Ilíada, La Odisea, La Eneida, Las 1001 noches, etc. Quien lee abre las puertas de la percepción y de la imaginación. 

Leer nos hace penetrar en el mundo imaginario que crean o recrean los escritores. Al leer nos llenamos la mente y el espíritu de símbolos y nos llenamos la memoria de palabras. Los libros nos sumergen en universos de seres imaginarios, historias fantásticas, objetos mágicos, lugares exóticos y verdades encantadoras, en mundos que habitamos con fervor y fe. Cuando alguien sabe mucho se le suele decir que es una biblia porque, este libro de libros, este libro sagrado de la escritura judeocristiana, encierra los saberes de los profetas. (Por eso Don Quijote dice: “Que quien anda mucho y lee mucho, ve mucho y sabe mucho”). No sabemos decir lo mismo de una enciclopedia que, aunque tiene muchos conocimientos organizados, no nos conduce a la sabiduría. La clave del amor a los libros y la lectura está en la fortuna del inicio temprano en este hábito fascinante. A Martí, Darío y Simón Bolívar, los libros les llegaron temprano, y esa experiencia fue vital para ellos. La lectura temprana, y más aún, la de los libros clásicos, semeja la sabiduría de los ancianos que lo saben todo porque lo han visto o vivido todo, y de ahí que, en África, cuando muere un anciano, se dice, que muere una biblioteca. Así es el acercamiento a los clásicos que, como dijo Ítalo Calvino, nunca terminamos de leer, pues de un clásico nunca podemos: “lo leí”. Todo clásico supone el desafío de lo inagotable. Nos aproximamos a un libro clásico con una expectativa de lectura, de encontrar la sabiduría y la totalidad de las cosas. 

Siempre con un clásico hallamos algo más de lo que buscábamos. Todos sabemos que los libros clásicos están hechos de palabras, pero al leerlos no memorizamos palabras, sino ideas, cosas, personas y acontecimientos. Nada de lo que imaginamos está dado, sino que ha sido recreado, tanto por la imaginación pura como por el concurso de los sentidos. Nos sumergimos en el universo de los libros que juegan con las técnicas narrativas, que procuran describir la realidad o reinventar otro mundo. Como lectores, buscamos atrapar, o dejarnos atrapar, por el lenguaje y el rostro de los autores, que nos fascinan, y cuya fascinación nos seduce. Leemos como un elogio al libro y un homenaje a los autores, por su capacidad de persuasión y su facultad de seducción, como vehículo transmisor de cultura y de conocimiento. Los libros nos transforman positivamente, como la Biblia, pero también negativamente, como lo hizo Hitler, con Mi lucha, que fanatizó a sus seguidores con sus ideas xenófobas y antisemitas. Por tanto, necesitamos a los libros, pero, sobre todo, conceptos y buen criterio de lectura por su valor y significación en la cultura humana. Así pues, no basta leer libros para ser más cultos e inteligentes. 

Los primeros grandes libros clásicos estaban en la memoria viva de los pueblos, en la oralidad de las personas. Luego están las tradiciones, leyendas, relatos y fábulas que pertenecen al patrimonio literario de la cultura occidental. Estos poemas épicos e himnos homéricos, con los siglos, y de generación en generación, se fueron transformando en la memoria oral de los rapsodas y aedas. Las máximas, las sentencias y los adagios, se transmitían en el seno de la sabiduría popular, de modo oral, y esas obras colectivas no tenían autoría individual. Los antiguos no profesaban el culto de la originalidad, sino que dialogaban con la tradición. Las obras literarias, por tanto, no tenían propiedad intelectual: estaban en el aire de la cultura oral. Si bien la lengua está enraizada en la cultura, no menos cierto es, que es el autor quien la transforma con su estilo y su talento. 

La idea de que el libro representa el orden de las cosas del mundo, la postuló Mallarmé, cuando dijo que todo conducía a un Libro o debe terminar en un Libro. Toda época o todo tiempo busca escribir esa Obra o ese Libro que determine el estilo y el espíritu de una época, donde quede sellado el estilo del autor. Y ese autor habrá de seducirnos con su prosodia, su ritmo y su entonación, como Darío o Borges, en nuestra lengua. De ahí que todo estilo de un escritor está imbuido, permeado, por su vida, por su biografía. Y por eso, todo escritor anhela “quedar en lo cantado” y en lo escrito, y convertirse en mito o leyenda viva de una cultura letrada. 

Los libros son hechos de papel, pero contienen la forma del lenguaje escrito, por eso tienen vida, misterio y albergan sueños y delirios. Son un espejo que reflejan la existencia humana y sus enigmas, lo posible y lo imposible, la realidad y sus imaginarios, las verdades y sus perplejidades, las conjeturas y sus refutaciones, lo tangible y lo intangible. 

Lo libros son, a menudo, guías de otras lecturas: encarnan expresiones del ser y de los otros. Nos ayudan a vivir y sobrevivir, nos dan consejos y remedios espirituales. Todos leemos para encontrar el libro buscado o desconocido. O para quedarse uno a vivir con un libro de cabecera y llevárselo como Robinson Crusoe a una isla desconocida. O dejarlo debajo de la almohada, como dice Borges que hacía Alejandro Magno, con La Ilíada. O como dice Uslar Pietri: que Bolívar llevaba en una mano una espada y en la otra, las Obras Completas de Rousseau.

Leemos porque creemos que un libro puede contener los secretos del mundo y las claves de la vida y de la felicidad. Y de ahí que cada lector se pasa la vida buscando ese libro que podría simbolizar el sentido de su existencia, la cifra de su destino. 

Dentro de los grandes libros hay los que representan castillos de sabiduría de una época, milenio o siglo, y que son el retrato de una era o de una cultura. Son libros que las generaciones de los hombres han navegado buscando los enigmas de la humanidad, los secretos del cosmos. Los libros nunca mueren porque han sido los guardianes del conocimiento sensible y nos revelan, cada día, nuevos decires a los nuevos lectores, en medio de la confusión, el caos y la oscuridad o la tiniebla. 

Los libros fundan un reino que representa el paraíso, el cual nos posibilita vivir lo vivido y recrear lo creado. También de apropiarnos de la memoria de los otros, disfrutar de las aventuras contadas por los otros y la magia magnética de las grandes ideas de los demás. Leemos en soledad para compartir la comunión con los amigos. Los libros nos producen una felicidad solitaria similar a la que nos producen la compañía de los amigos y las parejas. Nadie es más generoso que un libro, pues nos da la felicidad de aprender. Nada transforma más la cortesía que un libro cuando nos proporciona la oportunidad de viajar sin levantarnos de una cama o de un asiento. Si el libro pone la escritura y las letras, nosotros, sus lectores, ponemos la imaginación, los colores, los sonidos, los escenarios y los paisajes. En síntesis, los libros tienen la facultad de romper la monotonía de la memoria cotidiana, pues le aportan riqueza y dinamismo.

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Basilio Belliard es poeta, narrador y critico dominicano.

Ángela Hernández, cuentista, novelista, ensayista dominicana y Premio Nacional de Literatura 2016 es la autora de las imagenes que ilustran este texto.