Decía llamarse John-Ana y puedo jurar que más de una vez vi la sombra
de Dios bailar en su sonrisa y la inquina del diablo salirle por los
ojos. “Primero muerto que sencillo” decía a veces y en otras “primero
muerta que desarreglada ” sentenciaba.

Era la burla de quienes lo vieron crecer entre un harén de barbies
reparadas y vuelta a romper, en la impronta de la pobreza que lo
consumía en el vecindario de los Bradford. Era la burla de quienes le
matizaban la pasa africana que trajo de herencia y que el Clayrol no
pudo colorear felizmente y el alisado de miel y leche traído de
República  Dominicana, tampoco pudo darle el carácter lacio que el
buscaba para fuera perfecta su imitación de Lucero y de Paulina Rubio.

Terminó conformándose con un cabello de textura mixta y de color casi
berrendo, que si bien no lo asociaba con las divas mexicanas, le
permitía salir a flote, cuando imitaba a Guadalupe Reymond y su grito
de guerra, su grito de hembra-hombre en celo, para decir que era la
Lupe y Javier Solís en un mismo grito desgarrador.

Dejó de ser mi alumno de literatura, pero seguimos siendo amigos /
amigas, porque además de respetar su condición de hermafrodita, en el
fondo, nos unía la misma soledad y el espanto de no sabernos amado por
lo que somos, sino por una suerte de performance que tenemos que
realizar para subirnos a la carroza de la fiesta de los otros.

A veces nos cruzábamos en la Broadway y  ella / él, saludaba con
resquemor, como queriendo respetar mi condición de heterosexual, como
evitando involucrarme ante los ojos del mundo en el mundo de exilio y
desarraigo en que él / ella transitaba.

“No es ser mujer, sino saber serlo”, aseguraba cuando alguna niña rica
le quería quitar el puesto de reina por un día… Tú no sabes lo que
te pierde  por presumir de macho” argumentaba cuando enfrentaba la
homofonía dominicana y boricua que lo acorralaba en su doble
sexualidad…

Siempre la vida nos reunió de alguna forma desde que salió de mi
salón de clase. A veces yo desandaba la noche buscando un café con el
que mitigar mi abulia y él / ella venía “por la encendida calle
antillana” rasgándose la vestidura, atravesando la noche con su
vestido de brillo, su peluca rubia, sus tacones altos y una autoestima
invencible.

Otras veces  era yo el que atravesaba la noche buscando un amor de
ocasión, una ternura insospechada, una caricia fortuita, que me
devolviera la fe en mí mismo,  y ella/ él, venia roto / rota, con la
cruz doble de no ser amada ni amado, con el delirio quebrado de no ser
ni odiado ni aborrecida, sino un doble maniquí en donde nadie colgaba
la loca vestidura de la comprensión.

Entonces nos mirábamos de nuevo sin reconocernos, como dos despojos
que coinciden en la misma tumba, pero que vienen de distintas muertes.
Su saludo displicente con la mano casi extendida y sin ninguna
expresión de alegría, era contestado por mi saludo tímido, envuelto en
mi tristeza y en la tristeza ajena de saberlo sin hogar, en una
ubicuidad espantosa.

La penúltima vez que lo vi, coincidimos en un bar donde la gente canta
leyendo las letras de la canciones en una pantalla, mientras un
aparato amplifica la melodía de la canción elegida. Yo garabateé en
una servilleta unas estrofas que me dictaban su pena de verlo reír
para arrodillar al mundo, mientras lloraba arrodillado en su interior
de niño / niña triste. Le di la servilleta como quien descarga un
barco viejo después de muchas leguas de viaje.

La última vez que lo vi, fue por coincidencia en el mismo bar.
parecía más resuelto, resuelta, vestía elegante y su orgullo
rivalizaba con la sonrisa de triunfo, con sus tacones altos, con su
vestido largo y con sus uñas exquisitamente arregladas. Pidió una
canción para hacerla al estilo karaoke, pero solo dejó que la melodía
corriera, mientras entre tristeza y valentía, entonaba a capela, las
estrofas que yo le escribiera y que ella / él hizo canción, estas
fueron las estrofas que le hiciera, pero nadie la cantará como ella,
estoy seguro, nadie la cantará como él…

Una canción para dos


Yo conozco una niña que le miente a su sombra
que no mira su rostro cuando mira al espejo
que se llena de dudas cuando el deseo la nombra
con el nuevo pecado del pecado más viejo

yo conozco una niña que ha fingido ser rubia
que se finge mulata, que se finge morena
que vende a sobreprecios  sus palabras de lluvia
porque a ella la vida le fingió que era buena



también sé de un muchacho de carácter muy rudo
con chaleco de cueros y zapatos gastados
y toca a la guitarra cual si fuera un escudo
las canciones de Silvio de los años dorados.

y comparten el cuerpo que le prestó la vida
como dos pasajeros en el vagón de un tren
y se juntan a veces al igual que una herida
y hay heridas que nunca cicatrizan muy bien

yo conozco un fantasma que se viste de estrella
que idolatra un revólver que es su amigo más fiel
porque muchos lo tocan preguntando por ella
porque muchos lo tocan preguntado por él.

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César Sánchez Beras es poeta, narrador y dramaturgo. Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña 2019. Reside en Lawrence, Massachusetts, en donde ejerce el magisterio.

Hilario Olivo es el autor de la acuarela de portada. Nació en San Francisco de Macorís, 1959.

Juan Pablo Ramírez Gan (Camagüey, 1990) comunicador social y fotógrafo naturalizado dominicano. Máster en Periodismo de Viajes por la Universidad Autónoma de Barcelona y precursor de la iniciativa Ferrocarriles Dominicanos.