I

“Yo, Francis Drake, con voz 

de lobo he dicho desde la sombra”:

“al fuego convoqué las cenizas

nublaron el cielo, las lluvias caídas, 

cualquier cosa que se pudiera,

desde el arcoíris, pensar en sosiego”.

“Siglo hace del mío, 

faltan siglos, el de ustedes,

para ser comprendido 

el fuego fatuo vuestro”.

“Mi deuda con la muerte fue en alta

mar, causado por un flujo de sangre

y el mar como tumba todavía 

asedia mis entrañas, por la que no tuve,

pero comido por los peces, 

alimentabanse de los desperdicios

de nuestras tripas como lo harían

con mi cuerpo terrestre”.

II

Y como digo,

en Alfa y Omega, nubarrones 

que encerraban tormentas, 

devastaciones, incendios 

que han de repetirse en otros 

tiempos y en la misma tierra,

por mar llegaba. Por mar 

a llenar de espanto la superficie

del agua, de una podrida, 

Támesis, a otra adánica y clara,

mar Caribe de sueño y ciclones.

Como a puerto propio, 

llegaron escoltados 

por oscuras gaviotas,

buitres en sus miradas.

En sus gestos de tribus, 

de hiena la selva y en los aullidos 

hambrientos de carne humana.

Por Haina, de Inglaterra, 

marineros, soldados 

en diecisiete naos capitaneados 

por Francis Drake, desembarcaron.

En la Martinica, no había 

llegado el café, traído por mar, 

por un tal Gabriel de Clieu, 

sino tiempo después, creando

imaginarios de olores

para quitar el sueño a la deriva.

III

Embarcaronme yo y mis hombres 

en Plymouth, Puerto de Inglaterra,

diez días antes de iniciarse el otoño

del 1585, día 12, mes de septiembre”,

recordaría Francis Drake, a la hora

de su muerte y tragárselo el mar.

“Día en calma, soleado en la ambición

de nuestros corazones y el oro soñado”.

Un descendiente de Judas,

mal vezino por demás 

y expulsado en un bergantín

en alta mar fue encontrado 

de odio harto y español

por las Naos en mar abierto, 

y buscando desagraviarse, 

dio el santo y la seña de la bella 

ciudad de Santo Domingo, 

para que entraran los lobos.

“Fueron 2, 300 hombres. 

Mujeres disfrazadas de hombres 

e igual cantidad de chinos, 

de Cantón, iban de cocineros.

Destino: la bella Isla Española”. 

Treinta días duró el saqueo. 

Los vezinos, tiempo después 

no cesaron de repetir. Fueron

diez testigos mayores 

de cincuenta años declararan 

ante el Procurador de Su Majestad, 

Juan de Desquivel, dirán todos, 

casi lo mismo, solo con la ayuda 

de Su Majestad volvía 

la ciudad a ser la misma, Juan 

Caballero Bacan, vezino,

a la sexta pregunta de diez:

 “y esto lo dexaron de quemar

 por el rresgate de los veinticinco 

mill ducados que se dio a dicho 

yngles corasario, que si no se le

 dieran es cosa cierta 

que lo asolara todo como lo avia

comenzado a asolar”.

Asi le an dicho a este testigo algunos 

rreligiosos y personas de autoridad 

y rreligiosas, que si pudiesen se yrian 

desta ciudad a la Nueva España 

por conseguir quietud y sosiego

                                           de espíritu”.

Los vezinos, huyendo de la Isla

querían ante una desgracia que parecía

todo lo malo y lo porvenir. 

Y el olor a caña de azúcar

                  y la esencia de jengibre, 

santa fruición de la economía, 

                  desandaban por la superficie 

del mar de los Sargazos, los montes,

                   las montañas, los ríos 

y las almas indígenas. 

                  Los días lluviosos, tardes 

y noches llenas de los ciclos lunares

                  y el trabajo de los negros.

IV

Y como digo, Yo, testigo

en el tiempo, Drake saqueó 

e incendió, a su paso, 

presagiando, otras 

huestes de otras lenguas

como la arena aun 

conserva sus huellas. 

Seguir diciendo podría,

como si la salida 

y la puesta de sol, 

un día de sueño, 

fueran los mismos. 

La Isla no volvió a ser 

la misma, una maldición 

de ese idioma sería a la Isla

en otras invasiones

e incursiones por el fuego. 

V

Ahora,

de vuelta al mismo origen

neblinoso de partida, 

este nuevo puerto 

podría ser la esperanza

para seguir adelante 

y que tanto se necesita 

ahora, en el ahora que no 

marca ningún reloj de arena, de sol,

se dijeron Francis Drake

y sus soldados, marineros.

VI

Yo, en este día, evocando el espíritu 

de lobo de Francis Drake 

y todas las ciudades del mundo 

que devastó, incendió, saqueó

y no solo la bella ciudad de la Isla. 

Días ignominiosos repletos 

de incertidumbre, la única 

puerta que dejaría, como nube, 

abierta para escapar sería la de 

la muerte pintada al óleo en la pared. 

“Y Su Magestad, 

con su mano larga, con 200 negros 

restaurar la Catedral, que no solo le 

profanaron con hacer cárcel y carnicería…”.

VII

Yo, de oídas con la tarde

cayendo, sintiendo la ciudad,

la alegría de las huestes perderse

en la noche de la que ha hecho 

alarde por tantas décadas, hoy  

que hace falta, al recordarla, 

no sé qué hacer con ella desangrada.

El miedo a la muerte,

aunque se actúe y se piense

con desasosiego, el temblor 

oscuro es, aunque haya luz. 

Extraviado en mis pensamientos

oler el porvenir traiciona. 

VIII

El olor a jengibre,

tú, Francis Drake lo bebiste

recostado de la pared 

de la iglesia destruida 

y luego orinaste sobre

las tumbas de las osamentas:

                putrefacción verde;

putrefacción morena;

                en la Catedral.

Río desatado, rompiendo

en siglos la brisa del mar Caribe,

no cesa de cercar este origen delatado.

Tú, el maldito, padre de esta 

sombra de Isla al sol;

germen de esta fermentación,

de esta sombra de Isla, 

compactible con este añejo 

desembarco que en sueño 

sofoca el porvenir, como 

ahora, sin conjuro, en círculo

estas palabras de orinarse en la calle:

“que si pudiesen se yrian desta 

ciudad a la Nueva España por 

conseguir quietud y sosiego de espíritu”.

IX

… ya habían traído el caballo, 

la vaca, el cerdo, la gallina, 

multiplicándose como vientos. 

Todos, en menos de un siglo, 

tantas, tantas como estrellas 

en el firmamento y la luna de rata

en las aguas de los ríos 

y las copas de los árboles. 

Con los españoles, los ingleses 

tan extraños como si ambos 

fueran hermanos de sangre,

al igual que los portugueses, 

              los franceses, holandeses.

Sí, el olor a café hizo que las noches 

fueran menos largas y el jengibre menos frías.

El casabe hizo las veces del trigo,

como los nuevos nombres dados 

a las ciudades por las antiguas 

desangradas en la memoria.

Luego los saqueadores, 

los sobrevivientes que, si no fueron

muchos, mucho mejor desde 

el porvenir a siglos, deseo 

de corazón el mío, yo, el escribidor

de rostro de cara al viento del poniente.

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Amable Mejía es poeta y narrador. Doctor en derecho de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Autor de El amor y la baratija, El otro cielo y Primavera sin premura, novela.