Primero de abril. Es de mañana. No sé si dormí o recibí una camisa de palos durante la noche.

Sigue frío y el encendido del calefactor rompe a mordiscos el subsecuente silencio que es el día atrapado.

Café, leche, la desnudez de mi cuerpo. De pronto soy más viejo que las sandalias heredadas del abuelo. René solía mofarse de mis gustos por los cachivaches de segunda mano (tesoros ajenos, joyas de la corona). -¡Poeto, esa vaina sí es fea! – -René, déjame en paz! ¡Estoy siendo feliz con mis vainas! –

-Quiero esa pintura! Esa misma. ¡La que acabas de subir! La quiero para una portada. ¡La quiero para mí!-

Y los palos y bloques de concreto y quizás o quién sabe cómo, hendijas y escapularios (desprendido todo desde alguna extraña arquitectura oxidada) aplastándome el ser, ahogándome en el grito, en asechanza maldita finalmente completada: – Rene ha muerto! – decía el mensaje de Rubén Sánchez Feliz.

Lo demás fue el salto por los aires. La implosión. El vértigo y por supuesto las lágrimas. Lo demás fue la impotencia, el sentir inútil, ese retortijón en los cimientos del alma. Lo demás ha sido la silla y la cocina y la infame realidad de un mundo acorraladamente asustado.

René Rodríguez Soriano, mi hermano editor, mi hermano poeta, mi hermano consejero y burlón de mis revuelcos amorosos, se ha ido a uno de esos viajes, uno lejos, distante, sin despedirse siquiera, con apenas lo que trajo, con apenas lo que lleva; el gozo de saberse eterno en la memoria de los que aún vamos quedando (quizás sonriente pues de ser cierto todo aquello que muchos dicen, quizás se tope en uno de esos trechos con Eduardo Lantigua, José de la Rosa, su amado Cortázar).

Paz hermano mío! ¡Soy un trompo loco en estos momentos! ¡Perdóname las veces que te llamé para joder! ¡Tú sabes cómo es la jodida poesía!

Yo que no soy nada

Yo que no soy nada, quiero ser señal de cambio

Alejandro Torres


Anoche me senté frente al televisor. Había dormido una hora y cocinado sopa durante la tarde. Cansado, bebido, estrujado como postilla mojada en la superficie de una herida que no termina de curar.
Busqué la serie coreana que llevo días mirando. Inicié la tanda (llevando dentro un golpe de culata, el anuncio de tormentas, el mar picado de las lágrimas).


¡Quiero ensalada de berro! – dijo. Yo asentí con la medalaganaria sonrisa del tal vez…
Gin and tonic cuatro veces. Segunda hora del culebrón coreano. Ella recostada sobre mis piernas. Yo resistiendo la embestida del pensamiento. La pena del amor, la tristeza de estos días, el llanto por el camarada ido, en fin, los cien infiernos que es no poder ofrecer la misma fijación, el mismo patrón de querencias, el cofre con todo y llaves del corazón.

Amar es un embrollo del que siempre salgo trasquilado. No tengo alma para ello (soy una herida abierta por el filo nipón de una katana). Lamento tanto la invalidez que esto supone. El cuerpo es otra cosa: duermes, besas, cocinas, das cuidados, conversas (la pasas así en sentido autómata, apenas involucrando los sentires, la desnudez, unos centavos).

-¿Qué de ella? te preguntas mientras ves el episodio más triste y doloroso en la TV. Es cuando se me ha roto el dique de contención. Las lágrimas, el hipo, la mordida de la lengua y por supuesto un grito pendejo de desesperanza hemorrágica, de esos que traban la respiración y sientes que te mueres.
Ella salta, me abraza, busca un vaso de agua y me pregunta si es que lloro por René, por la serie, ¿por mis hijas?… y no hay valor para decirle. ¡No existe tal bajeza que le explique que es todo y algo más rompiéndome el pecho!



Luego me calmo. Luego persisto frente a la tele. Digo algo. Una u otra frase sin importancia. Me gusta la actriz. Se ve muy hermosa (digo esto mientras le acaricio la frente con mis dedos y paso por igual la mano por su larga cabellera). Ella se enoja. -Pensé que te referías a mí. ¡Pensé que decías que te gustaba mi frente, mis cabellos, mi nariz! –

Y así inició el espectáculo del juicio final! Yo intenté dormir en el mueble. Ella venía e iba lanzando objetos contra mí. Me desarropaba. Me mandaba al diablo. Me golpeaba la cabeza. Yo opté por buscar refugio. Me fui a la habitación a empacar como siempre lo hago (lanzo todo en bolsas plásticas y llamo un taxi). Ella insistiendo. Peleando. Buscando la manera de meterme un golpe seco que me acompañe hasta la tumba.

¡Maldito desgraciado! – era su grito de guerra. ¡Cállate! ¡Los vecinos van a creer que soy yo quien te está golpeando! – y ella rompiendo la puerta. Llorando. Mocosa.
Y recogí lo que pude y llamé un taxi. Ella fue a la cocina. Puso hasta las bolsas de espaguetis en fundas plásticas y me las arrojó fuera. Yo esperé con mis lienzos, espátulas, pintura fresca, la llegada del Uber.

Y entonces salió. Comenzó a recoger mis cosas y llevarlas dentro. Le dije que me dejara en paz. Que ya me iba. Que esperaba un taxi y así fue. Llegó el taxi a la 1am conducido por una mujer llamada Jenny.
A dos bloques más o menos recibí la llamada. ¡Si no regresas me mato! – y conozco muy bien de lo que es capaz. Pagué y di la propina al dar la vuelta como retorno. -Si quiere espero unos minutos más! – Di las gracias acompañando la frase de que todo estaba bien, que ya conocía la rutina.
Bajé del auto. Tomé mis cosas. Entré y me fui a la cama mientras ella lloraba en el baño. No sé a qué hora vine a dormir.
Hoy le he escrito a mi hermano: ¡Ven a buscarme! ¡No sé quién está más loco!
A estas horas del día aún no me contesta…

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Jimmy Valdez reside en New York; es amigo, hermano de René. Alguien que llora y no sabe qué hacer con lo que le quema el alma.