Principalmente me emociona el que el nombre del Premio sea el de Pedro Henríquez Ureña, un escritor muy venerado por mí, y por otros grandes escritores que yo también venero. “Maestro de América” le llamó Jorge Luis Borges. Lo de América está bien dicho porque América fue su obsesión. Estuvo a la cabeza de un movimiento o de un sentimiento colectivo latinoamericano que aspiraba a crear una cultura propia, original, de nuestra raza como se decía incorrectamente, pero elocuentemente en aquel entonces. Creo que él fue el que inspiró el lema que retomó Vasconcelos y aún lleva la Universidad de México: “Por mi raza hablará el espíritu”. Lo del espíritu era también muy importante, y ello implicaba contraposición al materialismo de los Estados Unidos.

Fue un prodigio de escritor que estudió incansablemente a América, escribió incansablemente sobre ella y estuvo enseñando sobre ella hasta su muerte. También dice Borges: “Tengo la impresión de que Henríquez Ureña -claro que es una impresión- lo había leído todo. Todo. Y al mismo tiempo que él no usaba eso para abrumar en la conversación”.

Él siempre fue pobre, y su trabajo constante de profesor y escritor le acortó la vida a los 61 años. Su entrañable amigo Alfonso Reyes, dice: “Leía y escribía junto a la sopa, en mitad de la conversación, delante de las visitas, jugando al bridge, entre los deberes escolares que corregía de una cátedra a otra, en el tren que lo llevaba y traía entre las universidades de La Plata y de Buenos Aires”. En uno de esos trenes murió cuando iba a dar puntualmente su clase.

“Era de una bondad inagotable” dijo Julio Torri, otro de aquel grupo renovador de nuestra América que se formó en torno de él, y quien mucho después fue profesor mío en México. Sobre todo Pedro Henríquez Ureña fue un escritor muy comprometido con los pueblos de nuestra América. Una Magna Patria unida y solidaria fue su Utopía.

Creo que por lo que más se conoce a Pedro Henríquez Ureña es por su obra casi monumental La Utopía de América publicada en la Colección Ayacucho de Venezuela. En ella nos presenta a América como el continente de la utopía. “Si en América no han de fructificar las utopías, ¿dónde encontrarán asilo?”. Y nos dice que la primera utopía del mundo fue Estados Unidos. Está también el hecho de que Colón creyó encontrar el paraíso en la desembocadura del Orinoco. Y muchos otros lo siguieron buscando en América (el Dorado, Potosí, Jauja, etc.)

Lo más interesante de todo es el hecho de que América inspiró a Tomás Moro su utopía. Más concretamente el Caribe. Y más concretamente todavía la isla de Cuba: los relatos que Pedro Mártir escribiera sobre Cuba y que Tomás Moro leyó. La isla Utopía, según escribe Tomás Moro, era una isla en forma de media luna (Cuba) con un mar quieto como un lago (el Caribe). Tiene razón Ezequiel Martínez Estrada cuando dice que no fue una fantasía de Moro sino una isla real de las Antillas. Pedro Mártir había escrito de Cuba (y leyó Moro): tienen por cierto que la tierra como el sol y el agua es común, sin tuyo ni mío”. También Pedro Mártir había dicho: “Para ellos es la Edad de Oro, no cierran sus heredades, sin leyes, sin libros, sin jueces, cultivan el maíz, la yuca, el yame como la Española”. Por Pedro Mártir y Américo Vespucio es que Tomás Moro supo de esa isla.

También Pedro Mártir había escrito de esos indios que andaban completamente desnudos, y no tenían jefes ni capitanes de guerra, cada uno era señor de sí mismo. No tenían matrimonio y se juntaban como querían. Sus casas eran cabañas y vivían en comunidad. Sus riquezas eran plumas de pájaros de muchos colores y piedritas blancas y verdes, pero despreciaban las perlas y el oro.

Y sucedió algo extraordinario con el libro de Moro. Don Vasco de Quiroga, magistrado de su Majestad Carlos V en México, que había llegado apenas diez años después de la caída de Tonochtitlán, leyó en México la Utopía de Tomás Moro y la tomó en serio como algo que se podía realizar. Es curioso que ese libro del Canciller de Inglaterra que apenas hacía quince años había sido publicado en Londres, en latín, estuviese ya en México. Existe un ejemplar en México anotado por un lector, que fue del obispo Zumárraga, y sería el que leyó Don Vasco de Quiroga, amigo de Zumárraga.

Henríquez Ureña habla de este Zumárraga en su libro La Utopía de América, y dice que era amigo de erasmistas y aun erasmista él mismo, y que había sido investigado por la Inquisición, aunque no condenado. Y como Erasmo era gran amigo de Tomás Moro se puede pensar que fue por el mismo Erasmo o por erasmistas que el libro de Moro estuviera tan pronto en México y lo leyera Quiroga. Pero lo extraordinario fue que Quiroga, que leyó la Utopía de Moro, la puso en práctica.

Su utopía la realizó con los indios de Michoacán y duró 200 años. Chesterton dice que Tomás Moro escribió ese libro en broma, pero para Quiroga el plan de esa República no sólo era un plan para los indios tarascos sino para todos los indios del Nuevo Mundo. Lo que era una utopía imaginaria en Moro, en Quiroga fue una Carta Magna para América. El sueño de Moro fue una realidad para Quiroga. Su intención fue -en plena conquista española- elevar a los indios a un nivel más alto que el europeo. Esa isla Utopía fue soñada por un genio, y otro genio la realizó.

En la comunidad fundada por Quiroga la jornada laboral era de seis horas como en Moro. Igual que en la novela de Moro, no había propiedad privada, sólo común. Un sistema de felicidad social, en el que se repartía todo según las necesidades. Había esclavitud en la sociedad ideal de Moro, pero no en las poblaciones reales de Quiroga. Superior a lo soñado por Moro, lo realizado por Quiroga. Se prescribían fiestas y banquetes y regocijos en común. Esta fue la obra que duró 200 años y que el célebre líder revolucionario de México, Vicente Lombardo Toledano, llamó “modelo difícil de superar”. He de agregar como una nota al margen que Vicente Lombardo Toledano fue cuñado de Pedro Henríquez Ureña, quien estuvo casado con su hermana.

Pedro Henríquez Ureña había presentado ya a América como el continente de la Utopía. Otros la han llamado el continente de la esperanza, y eso es casi lo mismo. También Pedro nos dice que América, o más bien Nuestra América, es o debe llegar a ser la “patria de la justicia”.

Que es lo mismo que decir la patria de la utopía, pienso yo. Él también nos dice: “Si nuestra América ha de unirse deberá unirse para la justicia”. A esta unidad él le ha llamado “la unidad sagrada”. Nos debe quedar bien claro que pueden haber otras uniones perversas, que son para la maldad. Y nos urge también este gran maestro dominicano que unamos todos nuestros esfuerzos para que nuestras vastas tierras sean la patria de la justicia universal a la que aspira toda la humanidad.

“Justicia” es ante todo un término teológico, y un término muy bíblico diría yo. Henríquez Ureña fue muchas cosas, pero una cosa que no fue es teólogo. Yo me pregunto hasta qué punto Henríquez Ureña pudo haber tenido conciencia del significado bíblico de la palabra “justicia”. Justicia, justo, juicio, justificación, todas estas palabras tienen el sentido de liberación. El Libro de los Jueces de la Biblia no trata de personas que estuvieran juzgando en un tribunal, sino que todos los que allí son llamados “jueces” son guerrilleros liberadores.

Justicia en la Biblia es liberación. Juicio Final es liberación Final o Definitiva. Así que el que nuestra América sea Patria de la justicia como ha dicho el maestro, en su sentido bíblico sería igual que decir Patria de la liberación. Y Pedro Henríquez Ureña, que fue un profeta de la justicia (y de nuestra América como futura patria de la justicia), se nos convierte ahora en un profeta de la teología de la liberación.

Me parece que ese nombre, teología de la liberación ha sido mal puesto. Se entendería mejor lo que es si se le llamara teología de la revolución. Para los obispos latinoamericanos que le dieron ese nombre la palabra revolución sería demasiado fuerte, y recurrieron a ese eufemismo que viene a decir lo mismo. Pero si a esa teología le llamáramos “de la revolución” nadie preguntaría qué es, pues todos entienden la palabra revolución, lo mismo los que están a favor de ella como los que están en contra. Ni nadie preguntaría por qué los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI estuvieron contra esta teología, cuando todo mundo sabe que estos dos papas estuvieron en contra de toda revolución.

Esta teología es la verdadera teología del Evangelio, que fue un Evangelio de liberación. La palabra Evangelio no quiere decir evangelio. En primer lugar, no es una palabra en español sino es una palabra griega y quiere decir “Buena noticia”. El sentido que le dio Jesús fue el de buena noticia para los pobres, y noticia -para los pobres- de su liberación. Lo cual es lo mismo que decir revolución.

Pedro Henríquez Ureña no llegó a conocer la teología de la liberación, pero de haberla conocido le hubiera complacido mucho. A él le había interesado mucho la originalidad de nuestra América, y su independencia cultural de Europa. Con esta teología por primera vez en América Latina se producía algo que no venía de afuera, sino que por el contrario se proyectaba hacia afuera influyendo en otras regiones, como en la misma Europa y en Estados Unidos, y en Asia, África y Oceanía.

Bajo los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI los obispos y sacerdotes del movimiento de teología de la liberación estuvieron siendo sustituidos por elementos conservadores y de ultraderecha.

Todo lo que tenía que ver con esa teología fue suprimido. Al mismo tiempo el gobierno de los Estados Unidos combatió esta teología recurriendo a sectas evangélicas fundamentalistas que predicaban un evangelio individualista y conservador. Y a las guerrillas de liberación las combatió con los ejércitos de contrainteligencia y con la más cruel represión que creó una inmensa multitud de mártires. En el llamado Documento de Santa Fe, bajo el título “Una nueva política latinoamericana para los años ochenta” se le recomienda al presidente Reagan combatir los movimientos de liberación promoviendo las iglesias fundamentalistas de Estados Unidos en América Latina. En 1999 la Escuela de las Américas, que entrenaba a los militares y les daba clase de represión y tortura, declaró que la Teología de Liberación había sido derrotada con la ayuda del Ejército de los Estados Unidos. Durante el segundo viaje a Nicaragua del papa Juan Pablo II, los periodistas le preguntaron en el avión de Alitalia por la teología de la liberación, y el papa dijo que ya no era un peligro porque el comunismo había muerto. Pero el obispo Casaldáliga, desde el fondo de la Amazonia, contestó: “Mientras haya pobres habrá teología de la liberación”.

Una nueva teología ha surgido en América Latina después de la teología de la liberación, y es la del pluralismo religioso. De ella había dicho una vez el entonces cardenal Ratzinger que era una continuación de la de la liberación y que era tan perniciosa como aquella. Podría decirse que en ambas cosas tenía razón. El pluralismo religioso es también de liberación, y parte del hecho de que todos los pobres tienen una religión, pero estas religiones no los mantienen unidos, sino que los dividen. Mediante el pluralismo ellos pueden ver que todas las religiones llevan a Dios. Todas las religiones son verdaderas, y también todas son falsas en cuanto que en todas puede haber alguna falsedad o error. Este pluralismo es el que podría unir a todos los pobres cualquiera que sea su cultura o religión.

Nuestra América es aún una tierra sin nombre; la llamamos con un nombre que le inventaron en Europa, y que es sólo el de un cartógrafo, no el del que la descubrió. Colón nunca supo del Nuevo Mundo. Para él Cuba era China, y Haití Japón. Creía que su gloria era haber descubierto un pasaje a las Indias sin que hubiera ningún nombre nuevo que dar. El nombre América Latina es también una imposición europea. Martí fue el primero en decir “Nuestra América” para designar nuestra patria magna y diferenciarla de la del Norte. Entre los seguidores de estas nuevas teologías americanas de liberación y de pluralismo religioso muchos utilizan un nombre indígena americano para designar la Patria Grande, y este nombre es el de Abya Yala, de la etnia kuna de Panamá que quiere decir “Tierra madura”, y fue un líder aymara boliviano, Takir Mammani, quien primero lo propuso.

Pedro Henríquez Ureña estaba ya viviendo en la Argentina cuando expresó su optimismo con respecto a esta futura “patria de la justicia”, pronosticando que el eje espiritual del mundo español pasaría a este lado del Atlántico.

Hace un poco más de un año realicé un largo viaje en avión de Nicaragua a la Argentina y llegué cansado a la media noche. Al día siguiente, en el hotel, el primer periodista que me entrevistó me hizo la pregunta (que al principio no entendí) de qué pensaba de un papa argentino. Hasta que me lo preguntó tres veces me di cuenta que mientras yo viajaba había sido elegido un papa argentino, quien desde su balcón de la plaza de San Pedro había dicho que lo habían sacado del fin del mundo. Lo que yo pensaba es lo que podría haber pensado de haber estado vivo Pedro Henríquez Ureña: que aquel eje espiritual ya estaba de este lado del Atlántico.

Y lo que hemos visto después es que no sólo tenemos un papa latinoamericano, sino un papa latinoamericano, de nuestra América, de AbyaYala, la patria de la justicia y la liberación, que está revolucionando el Vaticano, y por ende, en cierto sentido, revolucionando el mundo. Esta es la misma revolución de Jesús, de que “los últimos serán los primeros”. Del que vino a poner todas las cosas al revés, o más bien al derecho, pues tenemos una sociedad al revés.

Estamos seguros de que este gran maestro dominicano -gran maestro de América- se habría regocijado mucho con este nuevo papa que vive sin ningún lujo. No ha querido ocupar el palacio del Vaticano. Ha rechazado el papamóvil, prefiriendo un auto común y corriente. Habla con un lenguaje directo y claro, se viste sencillamente, se deja abrazar y abraza, habla personalmente por teléfono. Se ha hecho llamar obispo de Roma y no papa, y no actúa como monarca absoluto sino como un párroco del mundo. Y sus gestos no han sido sólo simbólicos, sino que está cambiando las estructuras de la Iglesia.

Leonardo Boff ha dicho que Francisco no sólo es un nombre que uno escoge, sino un proyecto. Y no es el proyecto de una sola persona, sino un proyecto en que todos estamos involucrados, creyentes y no creyentes: es cambiar el mundo.

Esto es también parte de la cátedra de Pedro Henríquez Ureña. El maestro nos inculcó que éramos una Magna Patria; una agrupación de pueblos destinados a unirse cada vez más. Esto es, a amarse. Yo amo mucho nuestro trópico donde Colón creyó encontrar el paraíso. Amo nuestro Caribe. Amo La Española, esta bella isla de Santo Domingo, lo cual está expresado en este poema, “Pasajero de tránsito en Santo Domingo” con el que termino esta intervención:

Pasajero de tránsito en Santo Domingo

Del salón de cristal del aeropuerto al avión de Iberia
por la pista gris

con el pase de pasajero de tránsito
y pasa una gaviota.

El mar estaría cerca, se sentía.

Venía lluvia.

Y ya encerrándome en el avión donde voy en Primera Clase
a una reunión de Ministros de Cultura
(avión donde me darán champaña espumoso con color
de orines y sabor a espuma de jabón)
ansié el lugar adonde iría esa gaviota,
alguna ensenada solitaria
con cocoteros oblicuos sobre el agua que se enrosca,
donde yo estaría ahora en la arena con
yuca y chancho frito, y el poeta Silva, y algún ron,
y que nunca vi.

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Ernesto Cardenal fue un poeta, sacerdote, teólogo, escritor, traductor, escultor y político de Nicaragua. Uno de los principales defensores de la teología de la liberación en América Latina y voz de la Revolución Sandinista.