Estoy en el borde“. Era una de las frases que más le oí repetir a Gilberto Sánchez Marcelo y acostumbraba a decirla cuando ya no tenía para comprar ni un mísero cigarrillo. En esos momentos se mostraba irritable y de áspero trato. Yo entonces tomaba distancia. Le dejaba perdido en su soliloquio y maldiciendo para sus adentros a la fauna literaria del país. Sabía que había llegado al límite mismo de la paciencia, cuando le oía exclamar molesto: “estoy en el borde y no tengo hacia dónde ir”.

La derrota de un hombre se puede medir más por su incapacidad para realizar una obra digna y perdurable en el tiempo, que por el precario estado económico que pueda atravesar en un momento dado de su vida. En ese sentido, Sánchez Marcelo no calificaba para ser considerado como un hombre fracasado. Tenía una excelente novela escrita y varios libros publicados de poesía que, de acuerdo al particular juicio de los entendidos, superaban sin el menor esfuerzo el promedio. Sin embargo frente a lo cotidiano de la existencia bien podría ser percibido como un completo inepto. Por su lado pasaban a menudo, con el pecho henchido, escritores mediocres con sus vidas perfectamente resueltas. Él les observaba transitar frente a su acera, les señalaba con un punto de sarcasmo, clasificándoles en secreto mediante un símil que les equiparaba con distintas marcas de carros. Comparación cargada evidentemente de ironía y a la vez de intención bienhumorada. Para él un poeta de solapilla repleta de premios e hileras de reconocimientos, a veces superfluos e innecesarios, era un escritor Mercedes Benz. Y así seguía nombrando a cada uno de ellos según su criterio personal y privado que solo compartía conmigo. A veces, en un determinado instante se podían reunir, de acuerdo a su nomenclatura, un Ferrari, un  Rolls-Royce  y un Jaguar, mientras él contemplaba silencioso en la distancia su insufrible vanidad. Por su parte se veía a sí mismo como un Austin. Un carro económico, de esos que habían llegado como epidemia en los años 60 tomando parte de una corrupción de estado. Un alto funcionario había aprovechado una coyuntura favorable y los introdujo en el mercado. Gilberto era a todas luces y sin ninguna otra posibilidad un Austin. Los vehículos caros, lujosos, no saben viajar por terrenos pedregosos. Un Austin, por el contrario, está preparado para sortear cualquier obstáculo en el camino.


Recuerdo una ocasión en la que todos sus amigos se plantearon sacarlo del fango en el que vivía. Inventaron alternativas, bajaderos que le permitieran normalizar su incierto y frágil estado financiero. En realidad, nadie encontraba explicación alguna para qué, un hombre dotado de su talento, fuera incapaz de acceder al circuito planetario. Esa vez yo me animé a pensar que al fin iba a encajar, a entrar en órbita. Todos nos pusimos a una. Nos pareció posible levantarlo por cada una de sus piernas y empujarlo como a Lázaro a recorrer el camino. Él lo intentaba, era indudable. Deseaba salir de esa cueva, daba los primeros pasos ágil y tenaz, pero tan solo recorridos diez metros comenzaba a titubear y perdía una vez más el equilibrio. Un día cualquiera se despertaba, como ocurriera antes tantas veces, con aquella maldita frase cayendo de su boca y resbalaba de nuevo hacia el abismo atrincherado en su interior, sin puente que le conectara con el mundo. Lo más sorprendente en él era que jamás se daba por vencido. Pese a las malas rachas poseía una innegable capacidad de trabajo, un espíritu competitivo y a la vez bondadoso con el que asumía la vida y su oficio de escritor. A veces su fragilidad económica le ahogaba, era cierto. Entonces se mostraba inaccesible y huraño, se sentía vulnerable, cuestionaba todo cuanto le rodeaba y todo lo veía mal.  

Hoy, a las cuatro, era una de esas tardes en las que escribía un cuento. Se había fumado el último cigarrillo que le quedaba y no conseguía encontrar el final de la trama. Yo llegué en el preciso instante en el que acababa de lanzar con rabia la cajetilla vacía al cesto de los papeles. No la encestó. Lo sentí bramar por dentro y sumamente intranquilo sin encontrar salida a aquella historia que tenía entre manos. Una inmensa frustración le acompañaba. Le noté muy ácido y sarcástico. Se reclinó sobre la silla y me dijo:


-Ismael, no me quedan ya cigarrillos, ni ganas de seguir escribiendo ¿qué tal si me invitas a un trago?

Busqué en los bolsillos de mi pantalón el dinero con que complacerle pero era insuficiente y le contesté:

-Lo siento amigo, hoy no tengo lo necesario para brindarte un trago, pero me quedan tres cigarrillos y estos sí los puedo compartir contigo.

-Eres muy amable, Ismael, fumemos, asintió y yo le intuí apesadumbrado.


Nos fuimos al balcón y cada uno encendió un cigarro. El exhaló la primera bocanada y el humo ocultó su cara. Entre calada y calada iniciamos nuestro diálogo, parecíamos dos chimeneas conversando en el atardecer. Yo era desde hacía tiempo su más fiel lector. Me entregaba sus manuscritos para que le diera mi parecer. Confiaba en mi criterio y en mi buen olfato para leer entre líneas sus claves. Fue así, poco a poco, como nuestra amistad se fue afianzando,  de tal modo que yo conocía a la perfección sus estados de ánimo y aventuraba con certeza cuando el mundo se le venía encima en cada nueva decepción. Mi amigo era consciente de poseer un gran talento pero nunca hacia alarde de su virtud. Se recluía en su guarida como pájaro de mal agüero y no aceptaba que nadie se acercara a su nido. Solo yo he compartido en los últimos veinte años sus altas y sus bajas. Comencé a tratarlo en uno de los periodos más productivos de su vida. Escribía en aquellos tiempos su primera novela. Se levantaba exultante y de buen ánimo enfrentando sin temor alguno la página en blanco hasta bien entrada la madrugada. En ese tiempo no le faltaban nunca los cigarrillos. Había llegado a un acuerdo con su editor y éste le suministraba tabaco en grandes cantidades que él consumía sin descanso como si fuera un murciélago. 

– ¿No has visto cruzar esta tarde un Jaguar frente a ti? -me preguntó de repente y sin yo esperarlo en aquel momento. Mientras lo decía se echó a reír a carcajadas. Era su manera peculiar de referirse a esos escritores a los que no lograba respetar. Había establecido conmigo, hacía ya muchos años, aquel compartimento secreto, un código desde el cual podía remedar la petulancia y el engreimiento de algunos de sus coetáneos. Yo le seguía con gusto la broma, devolviéndole la pelota con la misma carga de veneno con la que él me la lanzaba. Este juego fue desde siempre un pasatiempo bastante ingenuo compartido por ambos.


– No – dije yo – pero esta mañana estuvo en mi casa un Ferrari. Se le veía reluciente, recién pintado, con los neumáticos nuevos. 


Esta respuesta logró que se desternillara de risa. Le encantaban las travesuras y los juegos de palabras de doble sentido. Podíamos pasar la noche entera nombrando diferentes marcas de carros y comparándolos uno por uno con todos los poetas y escritores destacados del medio. Es justo señalar que nunca lo hacía desde el dolor, el resentimiento o la envidia, más bien por el contrario su tono era jocoso y en cierta forma no exento de ternura. Era su forma de acercarse a un entorno que a menudo no lograba comprender.

– Ismael hoy, aunque he podido parecerlo, no estoy para nada enojado, en realidad lo que siento es cierta compasión por todos ellos. Creo que en el fondo no es su intención ser vanidosos. En su incapacidad de ser naturales se ven obligados a fingir un comportamiento altanero.

Y lo dijo con una pena evidente. No estaba siendo sarcástico en ese instante. Sentía al hablar así y le conozco muy bien, una lástima profunda por el ser humano. A veces Gilberto entraba en esos estados anímicos de desesperanza. Fumaba entonces más lento y las palabras parecían escapar de sus labios a cuenta gotas. Yo le miraba y observaba su grandeza a flor de piel. 

La noche se deslizó sigilosa frente al balcón y compartimos el último cigarro casi en silencio. Gilberto se sentía con el mundo por dentro. No diré que estuviera en ese momento triste, más bien se le veía desalentado, agotado de formar parte de una multitud de seres petulantes. Sabía cuándo estaba afligido y a la vez inspirado, lúcido en sus análisis y yo le dejaba hablar en esas ocasiones. Otras veces se abría espacio entre nosotros un respetuoso silencio que se volvía denso, cortante, distante, fuera de todo cuanto nos rodeaba. Me miró a los ojos y comenzó su monólogo. No esperaba respuestas de mi parte, tan solo necesitaba que le escuchara.

– Lo he meditado muchas veces. El escritor que no ha naufragado no sabe qué es la literatura. Se necesita bajar a lo más hondo Ismael, para ascender luego a puro pulmón desde los corales. Un Jaguar no entiende de profundidades, como bien dice un gran poeta amigo nuestro. Y es que la vida no está hecha de relumbrón, sino de lo que corre por debajo de la piel. Los escritores que persiguen los premios, las primeras planas, no saben vivir dentro de las cuevas como los murciélagos. Viven inmersos en la carrera de fórmula uno. Esta es la razón por la que sus obras tienen el éxito transitorio del que acaba de ganar la competición. Se sienten orgullosos, complacidos cuando les cuelgan un collar de laurel y les dan a beber una botella de leche bajo un enloquecido baño de flashes. No llegan ni siquiera a sospechar que la literatura verdadera está en la acera de enfrente y que los mira apenada, observándoles en su borrachera de un triunfo efímero.

Gilberto fue adquiriendo un tono cada vez más cargado de pesimismo. Arrastraba las palabras por el asfalto de la pista, parecía la lava de un volcán llevándose por delante todo lo que encontrara en su camino. Muy a pesar de saber que de su obra se tenía un buen concepto y a menudo recibía elogios, nunca le vi vanagloriarse por ello. Hasta cierto punto se sentía avergonzado por no ser capaz de describir al ser humano en su más profunda debilidad. Para él solo unos pocos escritores habían logrado la excelencia. Y llegados a este punto citaba sin dudarlo un segundo siquiera a Chejov y a Maupassant. Me decía:

-Ellos son los maestros Ismael, los demás somos solo tristes fotocopias de su grandeza. 

Habíamos consumido los tres cigarrillos y ya no quedaba nada más por decir. Me levanté de mi asiento, palmeé con afecto su rodilla y le dije al despedirme:

-Nos vemos Gilberto. Estoy seguro de que mañana encontrarás el final para tu cuento. Caminé hacia la puerta y la cerré tras de mí con un golpe ligero.

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David Pérez Núñez es poeta, narrador y ensayista. Autor de Caleidoscopio (2019) y Soledades y destierros (2019). Ultima los preparativos de un segundo poemario, en esta ocasión bilingüe, español-inglés y trabaja en un nuevo libro de cuentos y narraciones cortas.