“…pero la poesía les llega solamente a aquellos que se encuentran en una horrenda necesidad imaginativa de ella, aun cuando entonces pueda llegarles como un terror”.

Harold Bloom

                           La angustia de las influencias.

Sucede en el momento menos esperado, los poetas empiezan a justificarse a sí mismos y a vivir de la “Gloria” arrastrada por el viento que ya no mueve molino. Cuando hay más silencio que ausencia y las amenazas de estar escribiendo un texto “fundamental” no aparece, queda el recurso de convertirse en fantasma de los méritos otrora, pero sin nuevos textos que garanticen el presente. 

Quizás fue el panorama de la poesía y los poetas dominicanos del siglo pasado; contrario a los que no disminuyeron en producción, pero si en calidad, pues el poeta tiene la sombra de la obra anterior encima, el libro fundamental respecto a su obra de creación o respeto a la poesía de su país que nunca llegó, quizás, a consolidarse por falta de dedicación y trabajo persistente. La poesía no es una amada que se deja poseer con facilidad, a no ser el tiempo en que ella lo decida y eso solo se sabe con el trabajo continuo. 

Cada poeta sabe su “secreto” a la hora de sentarse ante la escritura del poema. Cuando los poemarios tienen mucho que no fluyen se empieza a pensar en reunir aquellos “muertos”, llamados poemas, publicados en libros, cementerios de obras casi completas que, en el fondo, se sabe que no son completas nada. El poeta está obligado a ser consigo mismo un poema, la poesía, o la escritura permanente del poema. 

El silencio, en poesía, a veces se convierte en lápidas; que algunos reconocen como propias y que están debajo y otros no; los que no están en los cementerios se las pasan hablando, hablando de sus proezas pasadas, aunque no haya tales sino libros acumulados sin dramas humanos que contar en el orden de los grandes temas de la poesía que todo poeta sabe, que son los personales, del tiempo que les toca vivir, que coinciden con los universales, con los grandes de la literatura de su lengua u otras, pero afines, por abajo, a la sensibilidad que no tiene lengua, pero si cuerpo y alma, pues el hombre es uno solo en el orbe. 

El problema con la creación, en cualquier arte, proviene de no saber nuestros límites, no dejar que el “libre discurrir” se convierta en límites y de convertirse, que no nos arrastren inconsciente sino despierto, alerta para no perder la “Gracia” de la creación poética. No escribir por escribir, sin orden y sin drama. 

Jorge Luis Borges llevó casi veinte años sin “tocar” la poesía; le sobrevino la ceguera, llegó Elogio de la sombra (1969) y de ahí no se detuvo de escribir (dictar) poesía, donde demuestra su genialidad para con su sensibilidad e imaginación poética, ensayística y narrativa. Neruda dejó a su muerte ocho libros de poesía más su memoria, que estaban preparados como homenaje a un año más vida y a la poesía con asombro ante la vida y su curiosidad indomable, al igual que Borges, que nunca la abandonó. Lo mismo se puede decir de Octavio Paz, en su asombro permanente por los “secretos”, sin ser secretos, sino dedicación, sacerdocio, reflexión sobre la poesía y su epifanía. Hay que reconocer que no todo el mundo es Borges, Neruda o Paz, entre otros. ¿Es que la poesía abandona al poeta dominicano? Quizás, pero podría pasar como al compositor de grandes melodías que interpreta a toda una generación y a la siguiente es todo silencio moribundo. ¿El poeta es interprete de un tiempo al igual que el compositor? Podría ser, pero no estoy tan seguro. La psicología de la creación del arte de la poesía podría no ser la misma que la de las letras de una canción, no su melodía; una, las letras, podrían estar cerca de las de un poema, pero la primera posee la ayuda de la melodía, de la musicalización de sus letras, contrario a las letras del poema. Las letras de las canciones están apoyadas por la melodía, recogen etapas, digamos adolescencia y juventud; contrario a la poesía que las recoge todas, adolescencia, juventud y madurez. La poesía es de toda la edad del hombre. Es como si fuera una fruta de estación, siempre está acompañada del olor del que la va a degustar, que es el poeta mismo y un lector afín. Un rastreo de luz tras la fruta en el árbol, que no necesariamente está en el bosque, en el patio o en jardín del frente de la casa. Sucede que hay poeta que escriben poemas que se le adelantan a su edad. A la edad biológica por su sensibilidad (lo mismo ocurre con la música), que es lo que está más cerca de la poesía.

Hay que tener en cuenta que el poeta no necesita de una obra voluminosa para hacer por su época más de lo que le toca; cosa que no podría imaginarse en su delirio, sino identificarse con el espíritu de él, ser él, a veces por adelantado. 

Se escribe poesía para una edad superior a la que se posee en la actualidad, es el caso de Arthur Rimbaud. Unos años de adolescencia con la poesía y marcó su tiempo y el posterior con poemas, una vez se leen no se sabe qué decir, desde el silencio creador, desde el caos “hágase la luz”. No hay que decir los “secretos de la creación poética”, se intuyen por el trabajo constante, por estar llenos de sutilezas de tantos mundos compactibles e incompatibles, que descienden o pretenden hacerlo, siendo todo un “abismo” del que el poeta extrae el poema. 

La poesía es todo un misterio hasta para el que la escribe. Es una amante caprichosa y voluble ante la palabra (su instrumento preferido), hasta negarse a escribirla con todo el deseo del mundo de dejarla plasmada en una página en blanco. Uno de los grandes videntes de la poesía en lengua española, el mago del modernismo, Rubén Darío, explicaba la poesía con la creación de un gran poema (que debe ser el fin de todo poeta), ritmos de esferas, de palabras mágicas (sería un buen experimento danzar la Marcha triunfal); al igual que César Vallejo, que lo consigue con un espumarajo en la boca, en la condición humana, trascendiéndola. Vicente Huidobro, desde un salto de un aeroplano, sin paracaídas, o si lo tenía puesto no lo podía abrir, arrastrado por el viento en descenso de estrella fugaz.

Héctor Incháustegui Cabral

En la poesía dominicana se tiende al abandono de la poesía, sin que el poeta se eche a llorar en medio del camino por la perdida, sino todo lo contrario, cuando la pierde se dedica a vivir de los méritos acumulados cuando produjo la obra de importancia, para él, en vez de entrar en meditación para encontrar las causas de la sequía. La poesía dominicana es de un solo poema, de una selección publicada en vida, de otras perdidas en volúmenes atroces donde confluyen los deseados y los indeseables sin que los poemas sean los culpables sino los poetas. Pedro Mir, autor de tres o cuatro poemas emblemáticos, pautados por acontecimientos históricos y aprovechados al máximo, después de Hay un país en el mundo; Franklin Mieses Burgos, con la cabeza, no el cuerpo, dentro de los mismos poemas publicados en la década de los cuarenta, exprimiéndolos hasta sacarle el último ritmo connotativo, persiguiendo ángeles que no se dejaban, a veces, amarrar con nudo de marinero; Manuel del Cabral, ya en las décadas de los cincuentas se les habían acabado los temas de la negritud; llegaron los poemas de raíces metafísicas, los eróticos, la narrativa corta de paradojas, casi aforística. Héctor Incháustegui Cabral, esa gran obra, poemarios publicados en un orden ascendente por los títulos y recogidos en un volumen póstumo como Poemas de una sola angustia (1940-1978)), da angustia leérsela, hasta contemplarla como una procesión. 

Otros, dispersos, dispersos, años sin poemarios para asombrar y creer que la poesía todavía podía vivir en su sangre, aunque fuera fruto de una transfusión; Antonio Fernández Spencer; con asombro en la ensayística de los artículos de periódicos, pero sin un libro fundamental que estremeciera al hombre del intelecto y filósofo de la palabra y el conocimiento abarcador y menos al lector, antes y después de la revolución. Sus libros premiados en España solo son eso, libros premiados, sin ecos como influencias en la poesía dominicana. Un fenómeno que merece ser explicado es respeto a los papeles de los premios literario y el futuro de la obra premiada en cuestión. Los premios no hacen poetas, lo ayudan a salir del anonimato, hasta devolverlo a ella de manera definitiva, por falta de dedicación y estudio.

Freddy Gatón Arce, después de Vlia, (Ediciones “La Poesía Sorprendida, 1944), un silencio total hasta la muerte de Trujillo y después obras totalmente negadoras de la estética surrealista del poema ante citado, con una poesía de búsqueda de la dominicanidad a partir de lo social, con la calidad, calidez y los aplausos que proporcionan esos temas de ocasión. Aída Cartagena Portalatin, en una búsqueda sin fin en experimentos en prosa vanguardista, para sofocar Una mujer está sola, a la de los tiempos sorprendidos, sustituida por otra mujer de compromiso social. Manuel Rueda, con publicaciones sistemáticas, donde recogía lo “mejor” de sus andanzas materiales, espirituales y vanguardistas, demostrando su entrega al estudio, pero algo pasaba que el lector ocasional y no ocasional se encontraba una poesía limpia, pero haciendo alarde de cadáver exquisito. Lejos del temblor que debería tener para ser mejor que palabras bien diseñadas, con ritmos, pero poemas sin vida. El padre de todos ellos, Domingo Moreno Jimenes, “poeta titánico y sapiencial” (H. Bloom), huracán y padre apócrifo de esos vástagos (reconocedores y negadores de su persona no de su poesía, exceptuando algunos de los Sorprendidos, que querían sacarse su sangre), con su producción escrita muy joven, de calidad innegable, perteneciente a las décadas de los treinta y los cuarenta, en pequeños trataditos, poemas mensajes a lo evangélico, en las que iba trazando en líneas casi invisibles el color, los olores, las palabras, el asombro para todos y una “realidad” interior, para quedarse en un solo camino que terminaría en la contemplación de un río, el de sí mismo, en la que quedó varado, agonizando; otros, cuando debieron empezar a volar por encima de la corriente de aire o a favor de ella, ya estaban cansados, sus alas se habían incendiado. 

Domingo Moreno Jimenes

La poesía mayor de los maestros de la poesía dominicana (sin comillas), los herederos de Domingo Moreno Jimenes en lo que se refiere a la dominicana y a las grandes corrientes literarias de la lengua española, francesa, inglesa, alemana, portuguesa, etc., escribieron (exceptuando a Manuel Rueda, Pedro Mir y Lupo Hernández Rueda, que fueron en los sesenta y setenta) sus poemas mayores en tan solo veinte y tantos años, en las décadas de los cuarenta y cincuenta; los sobrevivientes, de ahí en adelante, a veces, “solo cenizas hallarás”. 

A la deriva como un bergantín entre el naufragio y tierra firme, la generación del 48, exceptuando al más representativo, Lupo Hernández Rueda. Una dedicación a la búsqueda de una voz, de una totalidad por oficio, un bosque al que desde cualquier altura se le ve lo verde como pequeños islotes sobrevivientes dentro de una laguna, difícil de extraer lo mejor de lo mejor. Poemas aislados como los otros, sin un libro fundamental que de origen a un nuevo temblor o a la prolongación del que provocará la crisis, al igual que la mayoría. En la poesía de los mayores cuesta un trabajo enorme distinguir los frutos verdes de los maduros para la alimentación, de toda la vida, y la que la ha hecho (la poesía) naufragar fuera del patio.

La poesía de los maestros dominicanos, más que la lucha por una obra de calidad, dan la sensación de cansancio y repetición, y en arte en general, incluyendo la poesía, hay que ser ingrato. La ingratitud es la que ayuda a crecer y la que tiene que prevalecer para las nuevas generaciones. En el cadáver es que tiene que nacer la flor más hermosa para poder ser trasplantada a uno que no lo esté. Ese es el legado de ellos a los poetas de las generaciones siguientes, fue evitar los “errores” de sus mayores, a partir de la década de los 60.

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Amable Mejía
 es poeta y narrador. Doctor en derecho de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Autor de El amor y la baratija, El otro cielo y Primavera sin premura, novela.