Del dicho al hecho, dice el refrán popular, hay un gran trecho. Entre ambos extremos está el pletórico mundo grisáceo de logros desiguales. De un lado del escenario mundial, las sociedades que emulan la tradición capitalista y, del otro lado del mismo tablado, las que reniegan ese legado. 

El laureado economista estadodunidense, Paul Krugman, divide la reciente historia económica de su país desde la Segunda Guerra Mundial en dos mitades: una primera era, que termina en la década de los años de 1980, durante la cual la fiscalización progresiva, los sindicatos fuertes y las normas sociales limitaron la acumulación de extrema riqueza en el estrato más alto de la sociedad; y a partir de entonces una segunda era de creciente desigualdad en la que la prosperidad de quienes denomina “los plutócratas” no se filtra al país en su conjunto.  

Otro escritor laureado, Mario Vargas Llosa, advierte que no obstante su esfuerzo socialista, la URSS se vino abajo sola por su incapacidad para crear aquellos paraísos de igualdad, decencia, justicia y prosperidad que ofrecía el marxismo, sumida en la pobreza, la corrupción, la dictadura y, sobre todo, como predijo Hayek, por la imposibilidad total del sistema comunista de saber el costo de producción de mercancías en una economía que rechaza el mercado libre.

En medio de la cortina de humo que se alza en todo mundo realmente grisáceo, debido a las diferencias sociales que resultan de un mercado que nunca fue tan libre ni tan planificado como pregonaron respectivamente sus adversarios, me valgo de la contribución teórica de John Rawls para comprender por qué la desigualdad es razonable e insuperable, pero no así la inequidad y tampoco la injusticia ni la iniquidad. 

Según el eminente académico estadounidense, la desigualdad social deja de ser un fenómeno perjudicial y objetable, cuantas veces sea contrarrestada de manera eficiente por medio de tres medidas correctivas: 

  1. Partir del esquema más amplio de libertades individuales que se pueda concebir, pero sin interferir con las libertades de los demás;  
  2. Tratar no tanto acerca del principio formal de la igualdad de oportunidades sino respecto de la equidad efectiva de éstas; y, por ende,
  3. Favorecer con las libertades y oportunidades así concebidas, principalmente a nivel de las prácticas económicas y sociopolíticas, a los que son considerados como más desfavorecidos. 

De cumplirse cabalmente con esas tres medidas, la desigualdad social que resulte en medio de un régimen capitalista dejará sobre el tapete el valor del esfuerzo y el mérito personal del individuo en medio de un contexto de competencia y de libre mercado. Lo mismo desde otro ángulo, de cumplirse cabalmente con esas tres correcciones, la desigualdad social restante no tiene por qué poner en evidencia la injusticia y vileza que con razón se le atribuye en el presente a dicho régimen. 

En un contexto normado por condiciones equitativas, lo injusto e improcedente del mercado libre y competitivo sería apelar a la facultad niveladora del poder estatal para que limite las potencialidades superiores de cada individuo y así impedir que algún sujeto descuelle sobre los demás. 

¿Por qué improcedente e injusto?, porque la creación y reproducción de la riqueza y del bienestar de todos de forma justa en un régimen capitalista depende de la equidad de oportunidades que se ofrece a todos y del consecuente desarrollo desigual de las potencialidades singulares de algunos en el seno de la misma colectividad. 

Por consiguiente, el bienestar y la superación de los integrantes de una colectividad debiera depender del desarrollo de sus capacidades en condiciones universales de derecho y de equidad de oportunidades, y no del sometimiento impuesto artificiosamente por una igualdad social concebida e implementada en función de los límites inferiores de la capacidad de sus miembros. 

Si se entorpece la generación de riquezas y oportunidades -limitando el talento personal y la libre iniciativa en medio de un mercado falazmente libre y competitivo, debido entre otras razones a la falta de administración de una justicia sin privilegios ni desigualdades entre iguales-, entonces no queda otro remedio que apelar a ideales abstractos y a actos insólitos de altruismo que difícilmente podrán asumir las necesidades y expectativas de reproducción de todo el conglomerado poblacional. Ese proceder -que emula a quienes matan la gallina de los huevos de oro o a esos maquinistas de trenes que pretenden avanzar sin el empuje de locomotoras- aleja a todos del mejor de los mundos: aquél en el que se multiplica de manera sostenible un alto ingreso de los unos y una baja desigualdad de la mayoría de los otros. 

Sin embargo, en la práctica, tal y como ejemplifican los emblemáticos panaderos, cerveceros y carniceros anteriormente referidos a propósito del origen de la riqueza de las naciones, resulta insuficiente apelar a la caridad o a la generosidad para fines de reproducción de la población. En el libre mercado pareciera bastar con el egoísmo de los implicados en infinitud de relaciones sociales entabladas por empresarios, clientes y relacionados. Todos ellos descubren ser interdependientes entre sí. Ganan y crecen más -y por tanto disminuyen la relativa desigualdad- en la medida en que la fortuna de cada uno es directamente proporcional a la de los demás. 

Siguiendo la lógica subyacente al razonamiento capitalista, de entronizarse en el mercado esas relaciones de interdependencia de manera competitiva y libre, cualquier sociedad como la dominicana, -atrapada en un mercado privado de competitividad e imbuido de recelo a todo tipo de desigualdad-, podría hipotéticamente dejar atrás y de manera definitiva las taras que le impone reproducirse en el peor de los mundos: el del bajo ingreso individual y alta desigualdad social. 

Sin embargo, mientras esas sociedades permanezcan atascadas en el peor de los mundos, se les aleja la posibilidad de desarrollarse y alcanzar su potencial ideal, transitando etapas intermedias del desarrollo tales como la del bajo ingreso y baja desigualdad; y posteriormente, la del alto ingreso y alta desigualdad. 

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Fernando I. Ferrán es profesor-investigador del Centro de Estudios P. José Luis Alemán, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, Santo Domingo.