Si no me traiciona la memoria fue Keynes quien dijo que los hombres prácticos, esos que se creen totalmente exentos de cualquier influencia intelectual, son usualmente esclavos de algún filósofo muerto. De entre esos carceleros levantan la cabeza Platón, Aristóteles, Hobbes, Locke, Kant, Adam Smith, Nietzsche, Hayek, ¡Ah…, y cómo olvidarlo!, también Marx.

Muy probablemente fue Carlos Marx quien mejor contó las proezas de la economía de mercado. Parecía discípulo de Aristóteles más que de Hegel cuantas veces siguió al pie de la letra aquello de “amigo de Platón, pero más de la verdad”. Por eso fue capaz de reconocer ciertos hechos aunque les resultasen personalmente odiosos. Para muestra, un botón: “La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario…”.

Pero no por tanta lucidez acertó en todo. Sabemos que no tuvo ni un ápice de razón a la hora de predecir la debacle del capitalismo. Ni en marzo de 1848, ni en julio de 1851, ni en marzo de 1852. Tampoco sus seguidores. 

Lo que sí se ha podido verificar hasta ahora es la veracidad de esta aseveración: no es la conciencia del hombre la que determina los eventos y el ser de las cosas; al contrario, es su condición social. En otras palabras, el modo de producción de la vida material condiciona en general el proceso de la vida social, política y espiritual.

Mercados y capitalismo

No soy economista, mas como antropólogo reconozco que a seguidas del trueque de frutos el intercambio de bienes y productos en los mercados es algo tan antiguo como la humanidad. Como tales aparecen ya registrados en el reino de Chi (hoy China) hace 6,000 años y también en registros cuneiformes grabados en piedras de los sumerios de hace 5,500 años. 

Si no estoy mal informado, la primera referencia teórica a la oferta y la demanda en tanto que expresión normativa de la actividad propia a los mercados es de Aristóteles -en la Ética a Nicómaco- cuando describe su observación respecto a la relación inversa entre el movimiento de los precios y la demanda. Al mejor entender de economistas, Frederic Emam-Zadé entre ellos- “por más que se ha escrito no se ha dicho nada realmente nuevo, solo se ha escrito profundizando y ampliando dicha ley de la acción humana”. 

La calificación teórica del mercado como libre acontece cuando los precios fluctúan en función de las decisiones de compradores y vendedores, lo que más tarde pasaría a ser conocida como la ley de la oferta y la demanda. “El libre mercado” devendría una institución propia a diversas civilizaciones humanas a partir de ese intercambio de bienes y de esta premisa: el mercado cuanto más libre mejor, si se asume que es tanto más libre cuando la relación entre los que demandan un bien y los que lo ofrecen transcurre voluntariamente de manera competitiva y sin tener que soportar intervenciones y coacciones ajenas a ellos. 

Marx a la sombra del libre mercado y de Smith

En términos históricos, el libre mercado precede por milenios al surgimiento del modo de producción capitalista. A pesar de que libre mercado y capitalismo no son lo mismo, sin embargo, adviértase que en lo sucesivo emplearé ambos términos de manera equivalente para entroncar la exposición con quien muy probablemente fue el primer autor occidental que asoció de manera indisoluble dicho mercado con el régimen capitalista; a saber, Karl Marx. 

Así, pues, procederé asumiendo esa equivalencia dado que es la que llega al presente, tanto de la mano de sobresalientes exponentes de diferentes disciplinas sociales, como por medio de la divulgación que propicia la opinión pública.

Desde mi perspectiva, considero que la economía de libre mercado -según Marx- cuenta con dos talones de Aquiles: la propiedad privada y la competencia. Presumiblemente ambos conducen el sistema económico capitalista, de conformidad con su contrariedad dialéctica (lógica), a su propia disolución como régimen socio-económico y político (historia).

Por supuesto, en teoría, la competencia y la propiedad privada debieran llevarnos a más libertad de la mano del crecimiento, auge y prosperidad económica. Pero no todo es teoría libresca -¡Jamás!- ni siquiera en la Biblioteca de Londres. 

En el campo histórico del mundo real, el sistema capitalista aparece trastornando el mercado por medio del auge de una nueva clase social: la de los capitalistas. El progreso de estos últimos significa pérdida de libertades para el resto de la población. Los capitalistas, en tanto que empresarios, consiguen poner los órdenes económico, institucional, político e ideológico al servicio, no de la comunidad sino de sus intereses más particulares y corruptos.  

Algo muy similar lo advirtió años antes que Marx un filósofo moral de nombre Adam Smith. En su obra cumbre, Investigaciones sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones de 1776, el pensador escocés escribió que el interés de los empresarios en cualquier rama concreta del comercio o la industria es siempre ajeno al interés común; es más, muchas veces es opuesto. 

La razón de esa oposición es fácil de entender. Según él, los empresarios buscan ensanchar el mercado pero, al mismo tiempo, a costa de estrechar la competencia. Cuestión ésta de amarres y chanchullos propios a un sistema económico de compadres y comadres, diríase en la vecindad dominicana. Al burlar la competencia y monopolizar las riendas de la influencia y el poder en el mercado, -lo cito de memoria- los empresarios son “una clase de hombres cuyos intereses nunca coinciden con los de la sociedad, pues tienen generalmente un interés en engañar e incluso oprimir a la comunidad, y de hecho la engañan y oprimen numerosas veces”.  

Al igual que Adam Smith, Karl Marx desconfiaba de los empresarios, pero la diferencia entre ambos radica en que no le preveían el mismo destino al régimen capitalista. 

Smith no auguró que el libre mercado conduciría a un régimen económico desprovisto de competencia y de propiedad privada, y mucho menos que sería sepultado y cómo. Sin embargo, Marx analizó la supresión de las características capitalistas del mercado y vaticinó con una brújula similar a la científica qué tipo de revolución sociopolítica lo sepultaría como efecto de las leyes de la Historia universal.

En retrospectiva, más que la necesidad de transformar revolucionariamente la sociedad capitalista en una socialista y finalmente comunista, el rumbo de los acontecimientos indica que cierta variante del competitivo y libre intercambio de bienes ha demostrado por ahora ser mucho más certero en sus previsiones que cualquier suma de ceros. Luego de dos siglos, Adam Smith sigue ganando la partida. El secreto de su triunfo espectacular queda grabado en su célebre metáfora del egoísmo ilustrado subyacente al libre mercado. 

“No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”. 

El egoísmo de cada uno, aunado en la economía de mercado, es la piedra angular de la riqueza de las naciones. El interés propio, materializado libremente, la fuerza que lleva a los individuos al logro del interés social y, en el horizonte, del bien común.

En resumen, la raza humana es un conglomerado de individuos egoístas, mas eso no implica que no puedan colaborar incluso sin pretenderlo. 

Dado que la tierra está poblada de seres humanos y no de ángeles ni arcángeles, Adam Smith enseña que es preferible organizar una red de comportamientos que entreteja la condición humana en función del interés natural que despierta el egoísmo individual y no querer conducirlo imponiéndole un sinfín de valores y bienes abstractos que vayan “contra natura”. Preferible esa articulación, dado que cualquier imposición en contra de la naturaleza humana termina siendo una contrariedad que requerirá la intervención y tutela tanto del gran inquisidor ideológico como la fuerza del próximo leviatán. 

En esa tradición intelectual, por consiguiente, darle libertad al individuo para que se desarrolle y ordene en el mercado -o bien reprimirles su egoísmo espontáneo y natural en función de valores superiores que provean el orden social- ha devenido a través del tiempo la principal clave de lectura hermenéutica para interpretar la disyuntiva cada día más acuciante entre la institucionalización (liberal o conservadora) de los unos y el autoritarismo (revolucionario o no) de los otros. 

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Fernando I. Ferrán es profesor-investigador del Centro de Estudios P. José Luis Alemán, PUCMM, Santo Domingo.