A lo largo de las cinco últimas décadas, del 1970 al 2018, aparecen en la literatura dominicana algunas novelas que se comprometen en una peculiar reescritura del pasado. Las novelas que conforman esta tradición, entre otras, son Las devastaciones”, (1979), de Carlos Esteban Deive; “Sólo cenizas hallarás”, (1980), de Pedro Vergés;  “El Reino de Mandinga”, (1985), de Ricardo Rivera Aybar; “Bienvenida y la noche”, (1994), de Manuel Rueda; “Uña y carne”, de Marcio Veloz Maggiolo, (1999);  “Una vez un hombre”, (2000), de José Enrique García; “El Personero”, (2000), de Efraím Castillo. 

El interés que presentan las novelas históricas tiene que ver, más que con la mera relación intertextual, con el espacio que abre para la investigación de una nueva relación con el pasado que, según algunos críticos de las más diversas tradiciones culturales, caracterizaría a la cultura contemporánea. 

La primera condición de la intertextualidad es que las obras se presentan como inacabadas, es decir, que permitan y demanden que se las prosiga. Para Bajtín el “inacabamiento de principio” y la “apertura dialógica” son sinónimos.

Para que la crítica a la historia narrada no sea una simple reproducción, es preciso que ella considere la obra, como imperfectas (en el sentido de no-acabadas, como se dice de las capillas de la catedral de Batalha, en Portugal, que son imperfietas): “La actividad crítica consiste en considerar las obras como inacabadas, la “inspiración” revela la realidad misma como inacabada”.

Para Bajtín la obra “acabada” es la obra históricamente liquidada, la que ya no le dice nada al lector (al escritor) de hoy, lo que no le permite decir nada. La obra inacabada, por el contrario, es la obra prospectiva, la que avanza a través del presente y puja hacia el porvenir. “La obra inacabada es la necesidad que tenemos de una invención, y comprobamos al respecto que el novelista crítico más exacto, el más respetuoso, es aquel cuya invención logra prolongar la del autor, hacer que éste entre a tal punto en sí mismo que él sabrá hacer de su imaginación una parte del saber propio”.

En la órbita de Heinrich Klett, la acción normativa que ha de decidir cuál repetición es intertextual y cuál no, puede ser localizada en diferentes especies de emisores/receptores. El tipo subjetivo es el individuo productivo/receptivo cuya ars combinatoria mnemotécnica es una fuente de continuas intertextualidades. Pero esa acción no necesariamente distingue entre los signos y su repetición, sino que en realidad recurre a un macro (inter)intertexto fluctuante de significantes libremente disponibles. La norma intertextual está basada, en el caso de las novelas históricas, en la experiencia personal del escritor. El resultado es a menudo la arbitrariedad combinatoria.

Lo que llamamos novela histórica es una ficción implantada en el marco histórico. No sólo se narra un suceso distante—tanto que todos los testimonios sobre él vienen ya de una tradición histórica–, sino que se evoca su desarrollo en una época precisa de ese pasado. No es tanto la exactitud de los datos, desde luego el amontonamiento de éstos, lo que define el carácter de la novela, sino la pretensión de recrear una “atmósfera histórica”, en general mucho más animada y coloreada que la que los escuetos datos de la historiografía suelen esbozar. La ficción nos invita a una aproximación a hechos y personajes mucho más libre que la del relato histórico escueto. No son tanto los grandes hechos por sí mismos, sino que por la recuperación en la vida de los protagonistas, que bien pueden ser héroes medianos, personajes atractivos, pero no aquellos, como ha dicho García Gual, que merecen un primer plano histórico, lo que el novelista nos cuenta, invitándonos a convivir con ellos sus penas y triunfos. O bien, si el protagonista de verdad es un gran héroe, un personaje de primer rango real, la novela nos ofrece una visión próxima, más íntima, más sentimental que las que registran las crónicas. Tanto en uno como en otro caso la peripecia dramática viene presentada en un contexto histórico que determina, en cierto modo variable, el destino de esos personajes.

La biografía histórica coexistió con la novela en época romana, pero es curioso observar en este tiempo la pérdida de límites entre lo histórico y lo fabuloso que se daba a nivel popular, y que tan frecuente será en los relatos medievales sobre la Antigüedad. Tras la desaparición de los mitos heroicos, según Carlos García Gual, hay una fuerte tendencia a embellecer estos relatos “históricos” con cuentos de milagros y prodigiosos encuentros, como en las narraciones árabes o indias en que se mezclan personajes y viajes reales con aventuras por el mundo de la más coloreada fantasía. Figuras como las de las amazonas, los árboles de frutos dorados o la fuente de la juventud pasan de mitos antiguos a la geografía de estos viajes fabulosos.

El mundo de la novela histórica no es el de la realidad, aunque algo, más o menos, de ésta espejee. Es un mundo donde el lector penetra a riesgo personal, y que puede resultar peligroso tomar por auténtico, como les ocurrió a Don Quijote y a Madame Bovary. La novela griega es, decididamente, irreal, y tiene unas pretensiones relativamente modestas, si se las compara con otros géneros poéticos, para un público muy difuso y amplio. El poeta épico, trágico o el filósofo, pretendían ser maestros de educación popular, y tenían grandes cosas que decir sobre el hombre y su destino. En la novela hay una especie de “mala conciencia” respecto al poder de la literatura sobre la realidad; y este idealismo romántico de la novela griega revela un conformismo social, que tal vez parezca un optimismo infantil, por su aspecto sentimental; pero que en el fondo descubre un pesimismo y una cansada desilusión, la de un público y unos escritores conscientes de la falsedad de la literatura.

En lo que nosotros llamamos, según García Gual, “novela histórica”, lo histórico no es forma, sino contenido. En el argumento novelesco la Historia aparece como un elemento decisivo de la trama: se busca como trasfondo un decorado histórico, pero además el proceso novelesco resulta imbricado en el curso de la Historia, de modo que los sucesos históricos afectan el destino de los protagonistas. La acción novelesca no sólo se desarrolla en el pasado, sino en un pasado muy bien demarcado “históricamente”. El decorado histórico no es un colorido carnavalesco, en el que los actores con ropajes antiguos; es mucho más, es un facto decisivo en la construcción novelesca.  La ficción romántica se integra en la marcha de la Historia evocada muy intencionadamente, por oposición a otros relatos en los que la acción discurre en un pasado indeterminado históricamente.

Y en una novela histórica no importa tanto la documentación, siendo ésta algo no desdeñable, como la recreación de un ambiente y un encuadre sometido a cierta verosimilitud. Como ya señaló K. Kerényi, el decorado está “menos definido por la exactitud de los datos históricos que por la pretensión de una atmósfera histórica”.

Una vez más recurramos a Maurice Blanchot para encontrarlo certeramente, poéticamente dicho: “la lectura deja de ser lo que es; es libertad, no libertad que otorga el ser y no capta, sino libertad que acoge, consiente, dice sí, no puede decir más que sí, y en el espacio abierto por ese sí deja afirmarse la decisión trastornadora de la obra, la afirmación de que ella es—y nada más”.

En las novelas de “traslación” que nos ocupan, los autores no se contentan con esa “verosimilitud por consenso”, monda y lironda, como ha dicho Oscar Tacca en su libro “Las voces de la novela”  (1984). Reclaman para su ficción una lectura como “documento”. O mejor, una lectura “como” documento. Aspiran a una nueva forma de “verosimilitud”, ya que no—claro está—de verdad.

Hay, en cambio, afán de “verosimilitud”, es decir, de semejanza no con la realidad, sino con un “discurso” de la realidad—el que tiene vigencia en la “opinión pública, ávida de “documento”—en los relatos y novelas de autor-transcriptor. Pero no se trata aquí de una verosimilitud de segundo grado, que actúa como la primera. ¿Contra qué se ejerce exactamente este rechazo del novelista? Para ver claro, valgámonos de una apreciación de Todorov (que resumimos): la verosimilitud remite a la relación de la obra con otra cosa, que no es la realidad, sino un “discurso diferente, que puede cobrar dos formas: las “reglas del género o la “opinión común.

¿Cuál de ellas se impugna? La novela de transcripción  ejerce su rechazo, aunque parcialmente, contra ambas. Su victoria  es a la vez derrota: en el primer caso, por cuanto el rechazo del género “novela” desemboca en un nuevo género: la novela de “autor-transcriptor”;  en el segundo, por cuanto la opinión pública asimila el golpe, se reconstituye y –naturalmente—perdura, de acuerdo al análisis de Tacca. Cuando Cervantes atribuye los sucesos de “Don Quijote” al historiador árabe Cide Hamete, ningún lector puede estimarlo con apariencias de verdad.  Cuando Sartre o Cela, empleando el mismo recurso, acumulan sobre él indicios, verbigracia, el haber encontrado los papeles en una farmacia, atados con un trozo de bramante, escrito con tinta morada y añadiendo las cartas del capellán y del guardia, ni el autor ni los lectores se engañan: nadie creerá en la superchería de que el autor es Duarte y no Cela, ni tampoco que Cela puede suponer que—mediante tal acumulación de indicios “verosímiles—nosotros lectores, lleguemos a creerlo. En rigor, la novela no es nunca verosímil: juega a la verosimilitud. 

La novela del transcriptor, pues, juega a que juega. O mejor dicho, su verdadera propuesta sería: juguemos a que esto (que leemos) no es juego (sino “documento”). Vista así tal superfetación (como la llamaba desdeñosamente Balzac), resulta un complicado artificio. Lo que el autor-transcriptor propone al lector no es la realidad, sino (como diría Barthes) “un efecto de realidad”. En fin, ninguna definición convendría mejor a la novela autor-transcriptor que aquella que Julia Kristeva aplica a la verosimilitud en general: “lo verosímil, sin ser verdadero, sería el discurso que se asemeja al discurso que se asemeja a lo real”.  Este doble juego es la imagen misma de la convención narrativa. El lector no se engaña. Su asentimiento, tanto como su lucidez, son indispensables para la consumación ficcional. Sólo a condición de ambos se establece el circuito novelesco. Todo retaceo, en el uno o en la otra, provoca un cortocircuito. Si el lector se engañara—dice con razón Martínez Bonati–, “su contemplación sería imperfecta: como el oyente ficticio, y en su lugar, contemplaría sólo al hablante y al mundo narrado, y no “toda” la situación comunicativa; y aun esto imperfectamente, pues su pertenencia a aquel mundo y a aquella situación ficticia perturbaría su contemplación con inquietudes relativas a la verdad de lo dicho y a la actitud que ante ello debe adoptar”. Desde este punto de vista de la autoría fingida, la novela del transcriptor, aunque distinta de la novela por cartas, forma con ella un mismo grupo. A ambas puede aplicarse lo que Jean Rousset dice de la segunda: que es sólo por ficción por lo que se excluye lo ficticio, que el novelista se disimula para aparecer mejor: “Y el lector lo sabe muy bien, todo el mundo lo sabe, pero siempre hay en la lectura, en diverso grado, un consentimiento de la ilusión”. El “género novela”, en fin, y especialmente la novela de autor-transcriptor, podría repetir lo que Barthes hace decir a toda la Literatura: “Larvatus prodeo, me adelanto señalando mi máscara con el dedo”.

De acuerdo con esa fórmula, la historia, según Gadamer, es doblemente disponible, para el que la hace y para el que la narra. Es el mito moderno. Limitarlo puede ser una manera de aportar premisas teóricas comunes a la historia social y a la conceptual, que podrían producir un relato sobre la modernidad como forma concreta de semántica histórica.

Los relatos de ficción, según Paul Ricoeur, aportan numerosos ejemplos de las distintas soluciones que se han dado a esta dinámica antitética. Por lo que respecta a la historia como relato “verdadero”, esta estructura compleja motiva que incluso el relato más humilde sea siempre algo más que una mera serie cronológica de acontecimientos e, inversamente, que la dimensión configurativa no pueda eclipsar la episódica sin anular la propia estructura narrativa.

Pero el pasado, al menos el sentido del pasado, siempre está inacabado y en proceso de interpretación. La tarea de ésta consiste en liberar las potencialidades abortadas, impedidas de hecho e incluso asesinadas, contenidas en dicho pasado. La libertad de esa fijación hace del texto ya siempre una lectura. En consecuencia, el hecho de que somos y estamos afectados por la historia no debe tomarse en un sentido pasivo. El pasado, según Paul Ricoeur, ha de recibirse de manera activa y hay que reinterpretarlo continuamente. Si la “tradición” significa también transmisión, es decir, mediación activa que atraviesa la distancia temporal que nos separa del pasado, dicha transmisión ha de generar siempre sentidos nuevos.

Resulta interesante notar que todos los temas que estas novelas reescriben coinciden en ser temas referenciales, y no meramente ficcionales “literarios”. En la medida en que esos otros relatos antiguos que las novelas retoman son discursos que constituyeron eventos históricos, el procedimiento de la intertextualidad de la reescritura mantiene sin dudas una fuerte relación con la historia. Es, sin duda, necesario notar esta característica referencial de los textos para evitar el riesgo de pensar en la reescritura como una mera apropiación de tradiciones literarias. 

Pero esos textos reescritos, no son sólo referenciales, sino también, en un sentido muy amplio, “fundacionales”, ya sean crónicas de la conquista o “discursos nacionales” de la formación de nuestro “Ser”. Se trata de la construcción y definición cultural de un modo específico de escribir, para la cual la descripción y la construcción de identidades conforman una economía fundamental. 

Desde luego, no se puede determinar desde aquí cómo las novelas históricas que se han producido, en la República Dominicana,  dieron satisfacción a tales requisitos y quizá ni siquiera tenga interés determinarlo; por lo pronto habría que establecer o enunciar la retórica de la novelística dominicana, cosa también harto difícil pues, en todo caso, hay retóricas y, luego, vincular la o las novelas históricas con ellas, lo cual implicaría una suerte de ideología de la subordinación no sólo es imposible sino inútil.

“Lo que he llamado carácter imaginario de la novela, ha dicho Ortega y Gasset, se hace patente si comparamos a ésta con el género lírico. Gozamos del lírico milagro viéndolo emerger sobre el fondo de la realidad como el surtidor artificioso sobre el paisaje en torno. O dicho con otras palabras más sencillas: novelista es el hombre a quien, mientras escribe, le interesa su mundo imaginario más que ningún otro posible. Si no fuera así, si a él no le interesara, ¿cómo va a conseguir que nos interese a nosotros? Divino sonámbulo, el novelista tiene que contaminarnos con su fértil sonambulismo”.

Yo llamo novela histórica a la creación literaria que produce ese efecto, al cual alude Ortega y Gasset. Ese es el poder mágico, gigantesco, único, glorioso, de este soberano arte moderno. ¡Y la novela que no sepa conseguirlo será una novela mala, cualquiera sean sus restantes virtudes. Sublime, benigno poder que multiplica nuestra existencia, que nos liberta y pluraliza, que nos enriquece con demoníacas transmigraciones!

Las novelas históricas revisan esa economía narrativa mediante el trabajo con todo tipo de sistemas clasificatorios que se distribuyen en la estructura textual. A través de ellos, la historia a la que estas novelas vuelven, parecería funcionar como el espacio de constitución de identidades nacionales y culturales. Parece ser precisamente ese espacio -y dentro de él, esas estrategias de construcción o búsquedas de identidades-lo que resulta desplazado y, a menudo, críticamente tergiversado, en estas novelas.

El otro rasgo llamativo, o la otra variable de las novelas históricas, es el retorno a modos narrativos más o menos cercanos a un cierto tipo de “realismo” sumamente crítico, pero también evidente, sobre todo si se compara con otras novelas de los mismos autores. En ese sentido, el retorno al pasado que caracteriza a las novelas de la “reescritura intertextual” no tiene solamente que ver con un retorno a textos antiguos-o a las historias que inscribieron esos “predecesores”-, sino que es también un retorno a ciertos géneros y modos de narración con los cuales se regresa a la garantía del hilo narrativo. Ese retorno al “relato de situación” (“Sólo cenizas hallarás”), (“Una vez un hombre”), (“El Personero”), entre otras, con un sentido mitológico (“Las devastaciones”), (“El Reino de Mandinga”), resemantizan su entorno.

Ninguna de estas novelas, por otro lado, elige los límites de uno u otro de estos géneros y es por eso que no son tan sólo reescrituras de memorias míticas, o de relato de situación histórica. Más bien, en sus construcciones deciden cruzar dos o más de esas formulaciones genéricas con intensificación de la ficción.

A ello se añade otro aspecto nada desdeñable: la validez o invalidez histórica de cierta imagen producida tiene una estrecha relación con la posibilidad de evaluar cómo gravita, o esa qué peso tiene en la lectura de un texto de ese tipo un determinado saber; en suma, si juzgamos que lo histórico es inválido quizás leemos el texto con cierta dosis de cuestionamiento; si, por el contrario, consideramos que lo histórico es válido tal vez la lectura se reduzca a la colaboración.

En lo que concierne a la novela histórica, se plantea, según Noé Jitrik, un nuevo problema en torno a la noción de “referente”, a saber: “qué relación se establece en la escritura narrativa con el discurso histórico o, en otras palabras, con las fuentes”. 

Esta reubicación de términos permite entender un momento decisivo de inflexión de la novela histórica; es cuando a los novelistas no les alcanza el saber adquirido en el discurso histórico corriente a los fines de la escritura narrativa y empiezan a buscar en documentos más particulares. En República Dominicana ese momento es preciso: tal vez sea Manuel de Jesús Galván quien, el primero, con su novela “Enriquillo”, se lanza a buscar en el material archivado de las letras coloniales para hallar las fuentes de su trabajo de novelista. Encuentra expedientes, hurga en ellos, selecciona situaciones y la noveliza. Es claro que ese ámbito fue para Manuel de Jesús Galván una consagración permanente pero, en otros casos, como el de  Francisco Moscoso Puello (“Navarijo”) u Federico García Godoy (“El derrumbe” o la Triología patriótica: “Rufinito”, “Alma Dominicana” y “Guanuma”) la investigación en documentos particulares tiene un objetivo inmediato y preciso. Sea como fuere con Manuel de Jesús Galván se abrió un nuevo camino para la novela histórica dominicana que, en cierto modo, responde al requisito, señalado antes, de la validez histórica que es capaz de proporcionar la novela y que, en esta instancia, la novela procura.

El contraste entre la forma que adopta este retorno al pasado y otras posibles reescrituras de historias antiguas resulta de fundamental importancia. Al repetir no solamente la historia, sino también, las maneras en que esos relatos fueron construidos, las novelas históricas señalan una inscripción del pasado peculiar. El uso de estrategias de narración realistas opera un ambiguo movimiento legitimatorio y crítico con respecto al pasado: por un lado, la repetición de esas estrategias funciona como crítica al “uso aproblemático” de esos modos enunciativos en los textos del pasado. Pues por otro lado, esas mismas estrategias implican también una recuperación de la función referencial del relato; se diseña así, sobre la negatividad de la repetición, un uso positivo de esos modos referenciales.

Ese movimiento de repetición se duplica a su vez dentro de las historias mismas que narran las novelas: según desplazamientos narrativos a veces obviamente tergiversadores, estas novelas, en lugar de construir una historia alternativa, trabajan sobre los límites de aquellas mismas historias que narran sus textos predecesores. Esto no significa sin embargo que haya un regreso acrítico al pasado. Esa reiteración de historias pasadas implica también una manera crítica de transformar el pasado. Según estas operaciones, las novelas históricas escenifican estrategias de reescritura que describen una peculiar modalidad de relación con el pasado. Aunque ambiguamente comprometidas con los pasados que repiten, las novelas históricas dominicanas problematizan ese pasado por el mismo gesto de reescritura con el cual construyen reinterpretaciones de estos textos desde las fuentes consultadas.

Plinio Chahín, poeta, crítico, docente y ensayista dominicano, autor de Pensar las formas (2017).

Hilario Olivo es el autor de los lienzos en este texto. Nació en San Francisco de Macorís, 1959.