No son pocas las voces que se alzan en nuestros días impugnando o rechazando el arte de nuestro tiempo. Y más allá de los aspectos emotivos, lo cierto es que el arte actual presenta toda una serie de rasgos distintivos, de aspectos que lo hacen muy diferente de lo que hemos entendido tradicionalmente por arte.

Uno de esos rasgos en concreto reviste el perfil de la paradoja. Por un lado, el arte tiende aislarse, a convertirse en un universo al que accede tan sólo un reducido grupo de expertos: artistas, críticos, “profesionales” del museo o del comercio artístico en sus diversas instancias. Pero, por otro lado, un rasgo definitorio del arte de nuestro tiempo desde los años sesenta es también la constitución de un “público de masas”, la existencia de una demanda social de acceso no restringido al arte.

Pienso que ésta es una cuestión que incide de un modo importantísimo sobre esa situación compleja, difícil, que caracteriza al arte actual. Es evidente que lo que podemos llamar la “institución del arte”, el circuito formado por artistas, críticos y profesionales (en el museo o en la gestión), no ha conseguido establecer una relación fluida con ese público que busca el acceso al arte.

La falta de atención a los aspectos “educativos”, muy distintos de los “comunicativos”, hace que no en pocas ocasiones las exposiciones o la presentación de las colecciones artísticas resulten  “incomprensibles” para el público. Y esta falta de capacidad u olvido, para hacer más sugestivos los significados de obras y propuestas, que brota de la raíz de la “institución arte”, se agrava aún más por el tipo de aproximación de los medios de comunicación que habitualmente se aproximan al arte sólo en tanto que “noticia”.

Lo que supone transmitir al gran público en primer lugar lo espectacular o incluso lo escandaloso, en lugar del entramado complejo y problemático de la creación. Así lo que “del arte a las grandes masas” suele ser aquello que lo hace similar, que lo homogeneiza, con la cultura del espectáculo o con la crónica social. Aspectos muy lejanos a la experiencia de la soledad y ensimismamiento que entraña el proceso creativo en sus dimensiones más auténticas.

El elemento central de la reflexión estética es su capacidad para analizar y cuestionar la dinámica de una situación histórica y cultural concreta. Y esto se hace aún más decisivo en el caso de la cultura moderna, cuyo proceso de desarrollo es coincidente con un intenso proceso de estetización. En nuestros días, la reflexión estética como “crítica de la cultura”, si no quiere verse reducida a la banalidad, tiene por fuerza que operar desde un último horizonte filosófico, categorial, convirtiéndose, en su dimensión aplicada en instancia espiritual y simbólica, de la intensa estilización con que la situación cultural del presente recubre su vacío de valores.

Intentar comprender el arte en nuestro tiempo, mostrar la interacción profunda que existe entre su carácter cambiante, metafórico, y la formación y desarrollo de un nuevo público de masas que busca acceder al arte como a otros bienes materiales y de cultura, no es por tanto algo que tenga importancia tan sólo dentro de los límites específicos de lo artístico o de la crítica estética. Esta reflexión, si se conduce con exigencia y rigor, nos permitirá iluminar algunos rasgos centrales de la cultura de nuestro tiempo, y particularmente el modo de configuración y propagación social en las redes fundamentalmente comunicativas de la cultura de masas.

Reside aquí una cuestión central: la capacidad del arte, al transmitirse como propuesta, para desencadenar una cesura, un corte, del continuo comunicativo, lo que implica el desarrollo de una capacidad crítica tendencialmente capaz de poner en cuestión el orden social en su conjunto y, sobre todo, las instancias opacas de la imaginación, utilizadas por las diversas formas del poder para expandir su reproducción y alargar el consenso.

En definitiva, pensar la categoría “público” del arte supone plantear, a través de una vía privilegiada, la cuestión del público en un universo cultural, en el sentido más amplio, con todas sus instancias espirituales y cognoscitivas. En ese plano, lo estético aparece directamente en continuidad con la perspectiva de liberación o emancipación de los seres humanos de las distintas instancias del poder. No es por eso extraño que la cuestión del público, tanto en un sentido práctico como teórico, nos remita a los inicios de la modernidad y a las propuestas de emancipación socio-cultural que constituyeron el núcleo del pensamiento de la Ilustración. Y desde esta época Diderot con sus Escritos estéticos (1754), intentaba informar y orientar al público “cultivado”. “Espectador o público” son términos que al hablar de las artes, pone por primera vez en nuestra tradición cultural el acento ya no en las obras o en los artistas, sino, en el destinatario ideal del arte, en el momento de la recepción estética.

José Ortega y Gasset le dio una nueva profundidad filosófica a esta categoría, al concebir y llevar a práctica, en 1916, una publicación periódica personal, llamada El espectador, en la que fue planteando sus meditaciones sobre el arte, la moral, la ciencia y la política.

El término resume a la perfección la voluntad orteguiana de visualizar, comprender e interpretar su tiempo, “nuestro tiempo”, que cristalizaría en su propuesta de fundamentación “perspectivista” de la filosofía, derivada a su vez de la categoría estética de la perspectiva, eje de la creación plástica desde el Renacimiento. En el pensamiento de Ortega, “el espectador” se inscribe en su idea de la radicación del yo en un marco de circunstancias. Pero con ello lo más interesante es el establecimiento de un nexo de conexión entre el yo filosófico, la conciencia reflexiva en su giro de mayor exigencia, con los acontecimientos cotidianos.

Si el filósofo se hace “espectador”, como en mayor o menor medida somos también todos, se nos brinda un estímulo para la reflexión y el ejercicio de la conciencia crítica, un camino de identificación con la actividad filosófica. Eso sí, ejercida de modo circunstancial y particularizada.

Sin embargo, los cambios producidos en las últimas décadas en los procesos de creación y transmisión de la cultura han sido tan espectaculares que, probablemente, la idea tradicional de lo que llamábamos “espectador ” se ha modificado en profundidad. 

Los públicos de la cultura y el arte se han ampliado y asumen nuevas “funciones”. Ante todo, en lugar de una actitud pasiva, la propia dinámica del arte contemporáneo ha ido propiciando de modo creciente su intervención activa, e incluso su “creatividad”, en la recepción de las propuestas artísticas. 

Por todo ello, creo que podemos hablar con propiedad de “el nuevo espectador”, de un público nuevo, cada vez más exigente y participativo, que actúa como un elemento central en los cambios y transformaciones del arte y de la cultura y que, a la vez y en sentido recíproco, ve transformada su conciencia y su sensibilidad por las nuevas formas y nuevas vías de transmisión de los procesos artísticos.

La aparición de ese nuevo espectador supone el desbordamiento de las categorías estéticas tradicionales con las que el pensamiento ilustrado intentó fundamentar la recepción de las obras de arte por un público “culto”, lo que implica la necesidad de plantear sobre nuevos criterios ese proceso de recepción sobre el que se construyen y formulan los juicios de gusto.

Plinio Chahín, poeta, crítico, docente y ensayista dominicano, autor de Pensar las formas (2017).

Pintura de portada: autoría de Hilario Olivo