¡Qué interesante esta mosca!

Eugenio D’Ors

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La parte más divertida de El sueño de D’Alembert, ese bello libro de Diderot que versa, entre otras cosas, sobre la constitución del cuerpo, es aquella en que se narra la descomposición y la posterior reconstrucción estructural del cuerpo y la consciencia de Newton. Dice más o menos Mademoiselle L’Espinasse, personaje en el libro, que si tomamos a un genio como Isaac Newton y le quitamos primero cada uno de los sentidos con que se conecta al mundo –el olfato, la vista, el tacto, el gusto y el oído–, y alteramos luego la red de su sistema nervioso y el conjunto de sus experiencias, lo que queda es una masa informe que retiene solamente, en bruto, su capacidad material de sentir. Si luego operamos en sentido inverso y colocamos cada cosa extirpada o desacoplada en su lugar primordial, como si de un rompecabezas se tratara, el resultado de la suma sería nuevamente Newton, el genio. “Y sin la ayuda de ninguna fuerza externa e ininteligible” exclama Mademoiselle L’Espinasse, refiriéndose probablemente, con desdén materialista, a Dios.

Esta fantasía matemática tiene una experiencia análoga en las dos versiones fílmicas de La mosca, donde un científico procede a usar una máquina de su invención para descomponer molecularmente su cuerpo y recrearlo luego en un punto diferente del espacio. Solo que en este segundo caso sí hay intervención externa: una mosca se cuela inadvertidamente en la máquina y la combinación genética termina generando un híbrido de cualidades monstruosas.

La presencia accidental de la mosca durante este experimento trágico sugiere de inmediato dos posibilidades opuestas: o hay intervención divina y la misma procede a castigar, con una mezcla de humor y pavor, la soberbia con que el ser humano se arroga  los derechos de la creación, que son exclusividad de Dios; o la mosca es tan solo un elemento azaroso, comprensible en el caos sistemático del universo, cuya trama, aunque sigue leyes de precisión matemática, abunda en accidentes minúsculos que escapan al cálculo humano. 

Se instala así la mosca, tras su mutación, en un territorio doble en que ciencia y fantasía mítica conviven y colisionan. Por un lado, es heredera indirecta de los híbridos del paganismo clásico: el hipogrifo, la harpía, la medusa, el minotauro. Y por otro, es una versión moderna de las cruzas científicas que imaginaron los naturalistas de la Ilustración: en El sueño de D’Alembert hay un fragmento memorable en que Mademoiselle L’Espinasse, liberada de todos sus prejuicios por el demonio materialista que habita en el doctor Bordeau, imagina una raza de chivos humanos, inteligentes como el hombre, pero más vivaces, más saltarines y alegres, más potentes para el juego del amor. Destructor de incontables tabúes, Diderot rozó, con descaro, el tema del bestialismo. Pero sea cual sea el camino que uno tome, la mosca se nos aparece en esta fábula como fuerza con poderes metafísicos, capaz de alterar, a pesar de su insignificancia, la totalidad del universo. Aquí es donde uno entiende, alelado, la frase extraordinaria que D’Ors estampó en su Oceanografía del tedio: “¡Qué interesante esta mosca!”

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Usualmente se habla del “efecto mariposa”, no del “efecto mosca”, para describir la influencia que los hechos más insignificantes pueden tener en eventos de gran magnitud. Lorenz hizo popular el término, aplicado a la meteorología: “El simple batir de alas de una mariposa puede causar un tornado en el estado de Texas”.

Dos ejemplos, esta vez históricos, acuden a mi cabeza. Si a Marco Antonio no lo hubiera seducido la nariz de Cleopatra, no hubiera ocurrido la batalla de Actium y Octavio nunca hubiera sido emperador indiscutido de Roma. Y si a Trotsky no se le ocurre salir cierta mañana a cazar patos, mientras Stalin trama minuciosamente su expulsión y exilio, no se hubiera agripado, y la lucha al interior del partido bolchevique hubiera quizá tenido dos antagonistas en condiciones de salud equitativas.

Se me ocurre que la mosca es más idónea que la mariposa en estas disquisiciones no sólo porque es más pequeña y huidiza, sino porque su zumbido tiene un eco metafísico. Parece que una mosca zumbona llamó la atención de Descartes la mañana en que inventó el sistema matemático de coordenadas. Y Musil, contemplando a una decena de moscas agonizando por horas en un papel matamoscas, escribió uno de los textos más filosóficos y profundos sobre la vida y la muerte. La mosca inspiró constantemente a Machado, que es nuestro filósofo loco, disperso, escurridizo, socrático de los pies a la cabeza.

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De los elogios que le han escrito a la mosca, el más largo debe ser el de Luciano de Samosata. El más corto es más bien mítico, y tiene que ver con Descartes.

Cuenta la leyenda que Descartes andaba, como siempre, enfermo, y sin saber qué hacer en su cama. De pronto, vio que en el techo de su cuarto se paseaba una mosca, y como no podía resistir a la tentación de hallarle a cada circunstancia de la vida una explicación precisa, pensó pacientemente la manera de situar a la mosca en el espacio en términos exactos. Inventó así el sistema de las coordenadas, que permite ubicar matemáticamente cualquier cosa en función de dos ejes en un plano: uno vertical y otro horizontal. Se produjo así el milagroso maridaje de la geometría y el álgebra.

La mosca de Descartes, a diferencia de la de Luciano, no tiene más virtud que la de su azarosa aparición en el techo del filósofo. Pero si uno lo piensa detenidamente, su pequeñez alude a trivialidades trascendentales, secretos metafísicos escondidos en las cosas rutinarias que casi nadie contempla. Y su gesta, anónima, vulgar, común como la de cualquier bicho que vaga por una pared, muestra, sin embargo, el potencial reflexivo que hay en los espacios mínimos. Se puede decir, sin temor a exagerar, que Descartes revolucionó las matemáticas en un techo. Y no sólo eso: también revolucionó las ciudades.

Pienso en Chicago, arquetipo de la ciudad industrializada y moderna, con un esquema rígido de calles rectas que se intersecan como en un plano de coordenadas, numeradas de manera matemática, de modo tal que nadie puede perderse. Es sin duda una ciudad cartesiana donde las moscas somos nosotros. Además de ser una ciudad pitagórica, por esas diagonales pragmáticas que desde el sur y el norte acuchillan al lago, como hipotenusas que te dicen al oído: “ahorra tiempo, no vayas por los catetos”. 

Se dice que los pitagóricos, tras el descubrimiento ahorrativo de la hipotenusa, sacrificaron un buey. Pero esto último, como la mosca que inspiró a Descartes, también debe ser un mito, porque Pitágoras tenía una razón adicional de grandeza: era vegetariano.

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Cierro con una nostalgia.

Una de las razones por las que me considero peruano, a pesar de las cuantiosas patrias que he venido acumulando en las últimas tres décadas, es el profundo amor que le tengo a las expresiones idiomáticas surgidas en los distintos barrios de Lima. Sin duda, una de las que más atesoro es “ponte mosca”, que significa, en lo esencial, “despierta, atiende, mira lo que pasa en torno tuyo, pero hazlo con velocidad, porque si no, alguien más mosca que tú tomará ventaja de tu lentitud y desidia”. 

Si bien el sujeto mosca suele ser un pícaro con pocos escrúpulos, también es un maestro de supervivencia en un mundo extremadamente hostil. Las moscas, en sentido literal y figurado, abundan donde cunde la miseria, donde la necesidad aviva gradualmente el ingenio y la astucia y los pone a trabajar con múltiples fines –desde la consecución del pan hasta la creación de una expresión idiomática como “ponte mosca”, “eres la voz”, “échale tierrita”.

Pero vayamos al grano. La “viveza”, la astucia, la capacidad de sortear obstáculos y persistir en un objetivo por horas, de permanecer atenta a todos los peligros y evadirlos con arte alegremente, con una danza aérea y bulliciosa que a veces parece burla, son atributos específicos de la mosca aplicables a las intuiciones huidizas, esas que más enamoran y obsesionan al escritor o al filósofo. Por eso quizás el zumbido de la mosca remite al permanente zumbido interior que atormenta a los esclavos de sus pensamientos, adictos como están a la hiel y la miel de las ideas…


Marco Escalante, ensayista peruano radicado en Chicago. Autor de Malabarismos del tedio (Editorial 7Vientos).