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En las celebraciones navideñas de 1811, Sonya, personaje de Tolstoi, se disfraza de hombre, más precisamente de soldado circasiano, con bigotes y todo. Su amante, Nikolai Rostov, se disfraza de señora. Y así, ella hombre, él mujer, se dan el beso que sella su compromiso secreto. Ese beso, uno de los más célebres de la historia literaria, es la culminación de esa pequeña odisea tostoyana en que los sexos pierden sus contornos, y la vieja división hombre-mujer cede ante el embate de la ambiguedad romántica. Hay mucho de muchacho en la muchacha Natasha Rostova (perdonen la cacofonía) y mucho de chica comedida en el amanerado Boris Drubestkoy.

En muchas escenas previas, el mismo conde Nikolai Rostov ha suspirado  ante la presencia delicada del emperador Alejandro, como si un hombre fuera capaz de arrancarle sensaciones más eróticas que su misma amada Sonya. Tolstoi, en esas páginas homoeróticas, parece hacer eco del supuesto androginismo de Alejandro, que en algunos relatos y dibujos de la época aparece desfalleciendo en los brazos de Napoleón Bonaparte.

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Salto brusco al siglo XX. En 1982, Bergman filma Fanny y Alexander, película que desde el título señala una dicotomía patriarcal: en este extremo Fanny, la niña, en ese otro Alexander, el niño; hombre y mujer claramente definidos en un modelo de siglos. Pero conforme la película avanza revela todas las contradicciones y crueldades de un patriarcado en declive, y en su momento más álgido nos muestra por fin a Ismael, un personaje que no es exactamente hombre o mujer, sino que tiene de ambos, y cuyas acciones mágicas terminan por liberar a Alexander y su madre del yugo despótico de un patriarca fanático.

Ismael, el andrógino, es el ser recluido que todos llevamos dentro — en el caso de los hombres, el ingrediente femenino que una educación machista y autoritaria suprimen. Liberarlo, particularmente ahora, cuando el mundo occidental se muestra una vez más seducido por el hombre fuerte, por el macho facho, es un reto moral de proporciones enormes.

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En su esquema magnífico sobre Salomé, si mal no recuerdo, hablaba Ortega y Gasset de la virilidad femenina y el amaneramiento masculino como pruebas de los límites evanescentes entre los dos géneros. El eco de aquel esquema trae a mi memoria dos grandes actores. El encanto de Jean Seberg se redobla en su aspecto de soldado raso, y Helmut Berger es el más hermoso de los hombres, y el más masculino también, porque muy a menudo lo visualizamos como si fuera mujer. De la combinación de ambos aspectos surge el atributo físico que da fuerza a su presencia. Mera dialéctica, que los griegos entendieron como nadie –recuérdese al Socrates enamoradizo correteando como un sátiro tras Alcibiades y Critias, sin olvidar a Jantipa. En suma, puede que nosotros mismos no seamos otra cosa que la oscilación entre dos polos sexuales, y que nos quedemos estancados en uno solamente porque el desplazamiento hacia el otro es una prohibición de siglos.

4

Diderot, que solía atentar contra los tabúes de todas las épocas, incluida la nuestra por adelantado, otorgó a esta controversia volumen biológico con una libertad que hasta hoy pasma. En una digresión que le permite escapar, temporalmente, de sus disquisiciones sobre el sistema nervioso, imagina esta fantasía andrógina:

“Después de un largo silencio, Mademoiselle de L’Espinasse emergió de su ensueño y sacó al doctor del suyo  con estas palabras: Se me vino a la cabeza una idea muy tonta.

Bordeu: ¿Qué idea?

Mademoiselle de L’Espinasse: La idea de que el hombre quizás no es otra cosa que una variedad monstruosa de mujer o la mujer una variedad monstruosa de hombre.

Bordeu: Esta idea se le hubiera ocurrido incluso más antes de haberse dado cuenta que una mujer posee todas las partes de un hombre y que la única diferencia discernible es la que media entre un saco que cuelga en el exterior y un saco invertido que yace al interior del cuerpo. Un feto masculino y un feto femenino, son por cierto indistinguibles y puede uno confundirlos. La parte que induce al error, sin embargo, reduce su tamaño en el feto femenino conforme el saco interno crece, pero nunca disminuye al extremo de perder su forma original, que mantiene en miniatura, lo mismo que su función y movimientos, puesto que es el sitio de las sensaciones placenteras. Esta parte tiene su propio glande y prepucio, y en su extremo todavía puede verse un punto, que pudo haber sido el orificio de un canal urinario ahora bloqueado. En cuanto al hombre, hay entre su ano y su escroto un espacio llamado perineo, y desde el escroto hasta la punta del pene se observa una especie de costura semejante a una vulva que ha sido cosida. Es más, a las mujeres que tienen el clítoris excesivamente grande les crece una barba; mientras que a los eunucos, lampiños, les engordan los muslos y sus caderas se ensanchan –de hecho, al perder las formas características de un sexo parecen retornar a las formas del otro. Los árabes que han sido castrados debido a los excesos en su práctica de montar a caballo pierden sus barbas, desarrollan una voz extremadamente aguda, empiezan a vestirse como mujeres, se juntan con ellas en las carretas, se sientan para orinar y adoptan hábitos y maneras femeninas…”

He aquí la idea de la oscilación biológica, que sugiere, en lo profundo, una oscilación social y política. Eva no es más una costilla de Adán. Hombre y mujer son entes equivalentes y dinámicos sin atributos absolutamente exclusivos, más cercanos a la mitología pagana de las dos partes que finalmente, por obra de un amor que no es solo espiritual, sino además sensual, recobran su unidad en un punto de la vida.

Marco Escalante, escritor peruano radicado en Chicago. Autor de Malabarismos del tedio (Ediciones 7Vientos).