Évelyne Trouillot

Traducción: Manuel García Cartagena

Para esa mujer de ojos perdidos, de manos atadas y de grupa insolente a la que entreví en Corail una mañana en que soplaba un fuerte viento del norte.

Me he puesto la piel al revés pero todavía puedo sentir la perfidia de los gestos y de los murmullos que sobrevuela el ruido de las olas y busca apoyo en las sacudidas del barco. Me hundo en una oscuridad perniciosa en la que el silencio no existe más, en la que debo recrear mi soledad pacientemente. ¿Por qué esa mujer a mi derecha se obstina en empujar sus pies contra mis costillas? ¿Y ese hombre que me observa y se burla? Y yo que pensaba que les había infundido un miedo eterno…

—Mira como giran sus ojos. Cualquiera diría que son bolas negras, ojos de loca.

—Y esa manera en que ella voltea la cabeza como un trompo sin punta.

—La pobre, su leche se le pasó a la sangre.

—¡Lo que pasa es que ella apesta!

Mi demencia filtra las palabras incluso antes de que lleguen hasta mí, y si me alcanzan algunas veces, es que mi locura ha descubierto cómo protegerme de su maldad. Estoy envuelta en mi larga falda roja, no ese rojo vivo que corteja a la sangre, sino un rojo oscuro que respira dolor. La siento flotar contra mis piernas, talismán de mugre y polvo que detiene mis lágrimas. Subo a bordo arrastrándome; me aferro, separo las piernas. Mis bragas negras se infiltran entre mis nalgas. Recibo con alivio esa irritación familiar. Rechazo ponerme otras. Su olor fuerte y dulce, subversivo y tierno, me recuerda a mi cuerpo y sus necesidades, mi sexo y su tormento. Su olor me certifica que estoy viva.

Estoy acostada sobre el suelo entre brazos y piernas que se estremecen y se crispan. Tengo en las mejillas rastros de vómitos, pero ignoro si provienen de mi vecina que me enlaza con sus movimientos espasmódicos. Por todas partes me llegan efluvios acidulados. No puedo decir con certeza su siento los sobresaltos que sacuden a los demás. Estoy como vaga, un pescado sin agua y una pescadora en el alma. Me equilibro sobre los cuerpos postrados, jugueteo con cada nueva borrasca. Deambulo sobre nauseabundas materias desechadas y chorreantes. Recibo un gargajo de mar en plena cara. “Cállate, loca, o te arrojo al agua”. Mi risa se vuelve espumas y escarnio.

Escucho mi grito devorar el estruendo: un niño ha hundido en mí su mirada inmóvil. Todas las angustias convergen en la loca para olvidar los desbordamientos del mar. No ceso de patalear y de gritar a pesar de la violencia de las patadas. Mis tripas se me escapan en un largo aullido ininterrumpido. Mis piernas golpean el suelo sordamente, tam tam desesperado.

—¡Quítenle al niño! —grita una voz que debería reconocer—. ¡Quítenle al niño! A ella no le gustan los niños. Todavía tiemblo por aquel contacto furtivo. En mí, mi grito toma su tiempo en roer su agonía.

Mis manos no me llegan a la cara. No puedo, pues, arrancarme los ojos y apartar las imágenes que persisten por debajo de mis párpados. Me duele desde los senos hasta el bajo vientre. El dolor se interpone entre el mundo y yo. A cinturonazos, mi espalda se pliega; a palos, mis hombros se irritan; a correazos, mis piernas se estiran; a riñonazos, mis manos protegen mi sexo. Mil dedos hormiguean en mí, se introducen en todos mis secretos, garabatean mis vía crucis. Mi piel se ha agrietado. A través de las fisuras veo salir mis pesadillas con los brazos cruzados. Mi sangre se enmaraña alrededor de mis muslos, coagula mis sueños y mis deseos. Otro ser filiforme me sale por el ombligo, desenrolla su lengua larga y blanca alrededor de mi vientre y aprieta, aprieta hasta la locura.

Una mano mete a la fuerza un trago de agua de mar en mi boca. Me complazco en vomitar todos mis desgarramientos. Mis dientes se hunden con delicia en esa carne, pero ésta tiene un regusto salado y la vuelvo a escupir. Lo que a mí me gusta es lo dulce. Ya que tu piel es suave… No ceso de pasar mis dedos sobre tu espalda, te creo y te recreo incansablemente. Llego hasta el final de mis palmas solamente para descubrir que me habían mentido a conciencia, y que tú solo eres filigrana.

Me arrastro sobre el puente, choco contra el miedo de las personas normales que me sólo vomitan su bilis y guardan sus podredumbres en el mismo fondo de su ser. Mis labios desecan toda su savia. Hace tiempo que no beso a nadie. Atrapo con los brazos abiertos mis rencores, mis conflictos crepusculares, mis fracasos.

Mi piel se estira, se tiende y se rompe. Mi vientre no cesa de crecer y de subir hasta mis ojos. Sólo tengo una alternativa: cerrarlos o sacármelos. El líquido que sale de mis senos despliega en torno a mí un olor fétido. Lo esponjo rabiosamente con mi lengua y me obligo a vomitar, a devolver esta ruina. Me acuesto boca abajo y me dejo caer una y otra vez. Reboto sobre mis resortes rotos.

Avanzo a grandes pasos en el agua. Sobre las olas, vuelvo a encontrar mis viejas angustias arrugadas y desleídas. No puedo más que agregarlas a lo absurdo de este día. ¡Qué bella soy flotando entre las algas, con los brazos abiertos, con el pelo al viento! Pesadez, te saludo desde el fondo del abismo. Vengo a ti sin otra escapatoria que el reflejo de la sangre en mis pupilas.

El silencio me abofetea sin preámbulo. Todo se ha detenido salvo el estallido del cuelo y el ruido del mar. Las gentes normales se han callado. Ante el espanto, han amurallado sus soledades y se han vuelto a tragarse sus vómitos. Soberano, el mar ruge rabioso ante el silencio del motor. Una parcela de segundo en que todo gesto se convierte en huella, todo pensamiento preludia el pánico.

En mí, de repente, un gran estrépito. Me arremolino en colores sin bridas, me precipito contra las paredes de mi incoherencia. Escucho salir por mi garganta harapos de dolor que se golpean entre sí. Mi vida tiembla. Sopla, insignificante e inútil; se queda suspendida entre dos infinitos, sin saber dónde colocarse. Me parece que en cada espacio se esconden trampas y angustias; no me atrevo a abandonar mi vulnerabilidad. Mis incertidumbres rebotan en la oquedad de mi ser y me ponen a tambalear.

Vuelvo al derecho mis ojos de loca y me doy cuenta de que mis manos están anudadas ante mí. Sigo con la mirada la cuerda mojada y sucia de la que ahora siento los movimientos a la altura de la ingle. Esa cuerda me tiene atada a un hombre quien, por el momento, parece haber olvidado mi existencia. Como los demás, él tiene la mirada perdida, fija en el mar.

El segundo de gracia ha terminado. Su miedo sin amarras es más ruidoso que los ruidos de las olas. Sólo mi condición de loca me protege todavía de la histeria colectiva. He pagado caro el derecho de ser singular. Nadie presta atención a mi silueta inmóvil. Luego, con un golpe seco, mi carcelero me obliga a sentarme. Vuelvo a verme con las dos piernas por el suelo, y con la espalda atascada entre cartones rellenos.

—¡Jesús, María y José, todos vamos a morir en el mar!

—Les dije que no había que hacerse a la mar hoy.

—¿Qué dice el capitán? ¿Dónde está? ¡Cálmense!

—Por suerte para mí, yo sé nadar.

—Hasta la loca está llorando. Mírala.

Mi cara absorbe la extrañeza de mis lágrimas. He dejado de luchar contra las imágenes; dejo que me invadan una a una con su precisión y sus colores irremediables.

La tierra rocalla bajo mis pies. Infiltra bajo mi piel su ternura roja y fresca. Los dedos de mis pies se impacientan por este encuentro siempre nuevo entre mi tierra y yo. Dejo caer mis vestidos y entro en el agua fría del río. Lentamente, con un gozo que no disminuye, mi cuerpo se adapta a la temperatura del agua. Mis sentidos se ajustan a los tuyos. Tú, a quien llamo Lacombe, con el nombre de ese río en el que nos amamos, donde mis ojos apenas lúcidos rozaron tu emoción desde el primer día. Esa mañana de lluvia suave y de poesía, en la que mi nuca encontró tu mano. Olores de tierra mojada, de excrementos de animales y de hierbas locas. Efervescencia impecable desde el crepúsculo hasta el alba.

Oscuridad completa. ¿Dónde estoy? No identifico esos muros de sombra y marchitez, esas voces desconocidas que ignoran mi presencia y me humillan. La única que me resulta familiar me mortifica más que las demás. Ese primo de mi madre que por sentido del deber me tomó a su cargo desde su muerte, me acosa y me provoca.

“¡Puta! ¿Cómo has podido envilecerte así y ensuciar nuestro nombre? Exactamente como lo hizo tu madre hace veinte años, a pesar de la educación que recibiste. ¡Terminarás como tu madre!

Espero que vengas y no te respondo. Me encierro en mi confianza y mi ternura me protege de toda mancha. Con la cara acurrucada contra tu risa guasona, no veo ni la cólera ni la hosquedad. A grandes pasos de gigante desafío el tiempo y su aliento nostálgico. Ya he entreabierto tus brazos. Tus suspiros me rodean de complicidad y de paz. El dolor me es indiferente. Sólo mi piel guarda las marcas de los desgarramientos a pescozones, a empujones, a zancadillas y agresiones de cuerpos y espermas. Sólo he entreabierto dos puertas: la cólera que tuerce mis entrañas de espasmos silenciosos y mi orgullo tenaz que guarda mis ojos deliberadamente abiertos.

No quiero contar. ¿Otro cuerpo más sobre mi vientre puede hacer nombrar lo inconcebible? Mi primo ha llamado a otra voz que huele a tabaco y a tafiá, de manos largas con dedos verdes de hojas y pociones desconocidas. Trago esos olores a tierra encerrada, a raíces que hace tiempo han cortado el contacto con el suelo, a aceites con papeles de identidad amarillentos. He aprendido a no vomitar para no tener que volver a tragarme lo que regurgito. Mis músculos se descubren espacios desconocidos bajo el masaje que recibo. Sin moverme, sin hablar. Ninguna ola me retiene. Sigo por orillas ausentes, insensibles removidas.

¿Por qué hizo falta que el dolor tomara vida en el fondo de mi inerte desesperación? ¿Por qué ahora este pedacito de angustia suplementaria que hincha mis senos y hace más pesadas a mis caderas? Ninguna huella de sangre desde hace tres meses, salvo las gotas que caen de mis heridas. Un escupitajo ha ensuciado mi vientre. “¡Un hijo de puta más!” Mi preñez me ha despojado de mi apatía. Sin querer, gimo cuando buscan posturas que les sean más satisfactorias y agradables. Sólo mis ojos permanecen secos como si todas mis lágrimas estuvieran del otro lado de mi corazón.

Algunas veces, mis sueños se burlan de mí y me embrujan en estallidos de carcajadas y sol. Dos brazos abiertos me esperan. Sólo puedo inclinarme para llegar a los cuatro puntos cardinales de su ternura. Juego a la gallinita ciega con una sombra que me sonríe. Una voz, recuerdo imberbe, me acuna con besos. Yon sèl manman, mignon, mignon, yon sèl pitit *. Me abandono a las suaves guatas que me protegen, hundo en ellas mi cuerpo que se hace pequeñito. Su vientre monstruoso, sin dolor, sin heridas. Ala mignon ou mignon!**.

Los días se suceden en claro-oscuro. El sueño me esconde mi vientre de pesadillas y mi miedo permanece tranquilo en su somnolencia. Pero los despertares son todos parecidos, sin calma ni perdón. No puedo escapar de esta excrecencia que se mofa de mí, de esos relentes de ácidos y de desesperanzas que llenan todos mis poros. He golpeado mi cabeza contra la pared para que se desinfle esta infamia, pero ya no me abandona y se despliega sin pudor.

Érase una vez la madre, pero ya sólo me quedan sueños y gestos tiernos y un vientre en devenir… ¿Tendré que llegar hasta el final de la demencia para poder regresar? ¿Podré aceptar el peso de la lucidez sobre mis pupilas? Murmullo palabras que me muero por oír, pero quién podrá contar el número de brazos que harían falta para consolarme.

El dolor me ha despertado en medio de la noche como si necesitara flechas para delimitar mi horror. Desde la punta de mis miedos más antiguos, los desgarramientos anuncian angustias que saben a llagas supurantes. No soy otra cosa que nervios desnudos, papilas catalizadas, rollo compresor, suplicio y patíbulo. Mis caderas se hunden en un pantano caliente y vivo. Ya no sé gritar, el silencio es mi única dignidad. Largas estelas rojizas marcan mis muslos. Mis uñas mantienen su autonomía y me alivian de esos gritos que no lanzo.

La humedad me interpela. Me había acostumbrado al abandono de la sirena y a la sequía de mis miembros. Creía haber arrojado más allá de mis párpados la gracia sobrecogedora del río. Creía haber repudiado los colores del mar y sus maneras perturbadoras de acaparar mis sentidos y de devolvérmelos sudorosos y azulados.

Más que nunca, niego la existencia del tiempo. ¡Eternidad! Será ese minuto en el que el dolor crea su propio abismo y se arroja en él. ¿O será ese segundo en el que el placer reclama las estrellas que le corresponden? ¿Qué diferencia habría si dijera con certeza durante cuántas horas mi cuerpo se separó de mí para contemplar mi agonía? ¿En qué instante mi piel se puso al revés de mi memoria?

Me han dejado sola con esta pila de carne nacida del horror y de la traición. No la veo, pero escucho su aliento, un mugido incierto que da vida a mi pesadilla de padres y de angustias múltiples. ¡Por fin se han contenido mi aliento y mis rencores! Sin ponerse de acuerdo, mis manos rechazan todo contacto directo, recuperan la forma gimiente bajo sabanitas y trapos ya sucios. Buscan la torpe cabecita, rodean el agitado cuello y aprietan, aprietan hasta la locura.

—¡Por fin se va el barco!

—¡Gracias, Virgen de la Misericordia! El mar está en calma.

—Miren a la loca cómo tiembla! Nunca habría imaginado que tendría miedo como nosotros.

Sin saberlo, he debido cortar la soga que me tenía prisionera. Estoy en la parte delantera del barco y observo el desfile del mar que continúa espléndido en su calma, después de habernos mostrado la plena extensión de su poder. Me siento atraída por su olor penetrante, su elegancia segura, su promesa de serenidad eterna y de redención. Vacilo entre mar y sangre. Mis ojos no se atreven todavía a mirar por mucho tiempo la segunda cara del espejo y sus meandros irreversibles. Me esperan visiones de miembros dislocados al final de mi regreso. ¿Es mi cólera que me sostiene en pie ahora que me siento temblar ante lo irremediable de mis actos? ¿O no es sino este olor de tierra que vuelve a mí desde una historia de agua dulce y de golpes en el corazón? Sin querer, los dedos de mis pies se aferran a las hierbas tiernas.

Necesito saber dónde se esconde la vida.

Évelyne Trouillot (Puerto Príncipe, Haiti, 1954). Educadora, poeta, cuentista y novelista. Autora de Sans parapluie de retour (2002).

Rosalie l’infâme (2003) es su primera novela.

Su obra poética incluye:

Nan fon kèm (1998)

Sans parapluie de retour (2002)

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* Yon sèl manman, mignon, mignon, yon sèl pitit (en créole en el texto, n. del t.): Una sola mamá, vieja, vieja, un solo pequeño.

** Ala mignon ou mignon (en créole en el texto, n. del t.): A la vieja o vieja.