Es de todos conocida la sentencia del estudioso de Balzac: La historia de los trece, en el contexto de La comedia humana, es una obra menor. Su asombrosa actualidad, sin embargo, mueve a reflexionar en torno a lo que más importa al juzgar el destino de una obra: ¿su perfección formal o su capacidad de hablarle al futuro? Sintomático es que La historia de los trece sea el punto de partida de un filme tan moderno y experimental como Out 1 –hecho que obliga a recapacitar en torno al poder expansivo del detalle y el fragmento, opacados a menudo por la primacía de la totalidad en el veredicto crítico.

Hay precisamente dos fragmentos en La historia de los trece que sirven como evidencia de la modernidad sorprendente de la novela. El primero es una escena callejera extraída del Ferragus:

“¿Por qué razón ninguno de nuestros pintores ha tratado todavía de crear un bosquejo vívido de un enjambre de parisinos agrupados, durante una tormenta, debajo de un cobertizo de alguna mansión o casa? ¿Dónde se puede encontrar imagen más sugerente? Primero que nada, está el transeúnte reflexivo o filosófico que adora contemplar las figuras que la lluvia estampa en la atmósfera plomiza; o los remolinos de aguas espumosas que el viento arrastra sobre los tejados como ráfagas de rocío luminoso; o los caprichosos chorros que brincan del burbujeante drenaje; o las cuantiosas y admirables naderías que los ociosos estudian con deleite, sin que les importe el malhumor con que el dueño del lugar pretende dispersarlos, armado de una escoba. Luego tenemos al transeúnte voluble que se queja o conversa con la portera, que apoyada en su escoba parece un granadero recostado en su rifle; el transeúnte miserable que se postra entero contra la pared sin que le preocupen sus andrajos, acostumbrado como está al desgaste continuo que significa vivir en las calles; el transeúnte educado que recorre y descifra los variados carteles sin jamás terminar de leerlos; el transeúnte jovial que se burla de los accidentes de la gente y ríe, por ejemplo, cuando a una muchacha la salpican de barro, o hace muecas a quienes lo miran a través de sus ventanas; el transeúnte silencioso que clava su mirada en las ventanas de cada piso; el comerciante, provisto de una cartera o portando un paquete, adelantando los cómputos de las pérdidas y las ganancias producidas por la lluvia; el transeúnte amical, que estalla amablemente ante los otros con su interjectiva frase: “¡Qué tormenta, señores!” y procede a saludar respetuosamente a todos; y finalmente el burgués genuino de París, el hombre del paraguas que sabe todo acerca de las tormentas, que predijo ésta, que salió de casa a pesar de las advertencias de su mujer y ha tomado posesión de la silla del conserje…”

En una época en que el imperio indiscutible de las imágenes cuestiona todo empeño ekfrástico y se multiplican, en todos los campos, los ensayos visuales, Balzac introduce un mecanismo genial que justifica la minuciosa atención al detalle incluso en el arte novelístico de nuestros tiempos: no se limita a describir la escena o a desplegar tipologías parisinas, sino que establece, primero que nada, un tono inquisidor que cuestiona la autosuficiencia de una actividad rival: la pintura. Sugiere este pasaje, me parece, que la literatura no solamente asume, en ocasiones, las tareas que las artes visuales desdeñan o que aún no han descubierto, sino que el poder de abstracción de su instrumento, la palabra, inyecta a la descripción, en un nivel más explícito, evocaciones de corte filosófico o político. La pintura puede ciertamente plasmar todo el paisaje social de la desigualdad bajo el pórtico de un edificio en un día lluvioso, pero no puede extenderse en las evocaciones que la lluvia suscita en la mente y la sensibilidad de, por ejemplo, el flâneur decimonónico.

El segundo fragmento, todavía más poderoso, también procede del Ferragus:

“… Era una vieja desdentada… Parecía que los aguaceros le placían enormemente, puesto que le daban la oportunidad de barrer hacia la calle una miscelánea de desperdicios flotantes, los cuales, de haberse hecho un inventario, hubieran proporcionado información interesante y reveladora sobre la vida y hábitos de cada inquilino del edificio: trozos de percal impreso; hojas menudas de té; pétalos de flores artificiales, mutiladas y opacas; cáscara de vegetales; papeles viejos; fragmentos de metal. Con cada barrida de su escoba, la vieja exponía a la vista los contenidos de la alcantarilla –esa grieta oscura a cuyo interior van a parar todos los residuos que los conserjes arrastran frenéticamente”.

La imagen sugiere, de inmediato, una historia que rehúye los grandes acontecimientos, las celebridades y sus hitos, y en cambio gira hacia ese universo infinito y secreto que configuran las fruslerías de la vida íntima. Una historia desde abajo, desde las alcantarillas, desde los desechos que la lluvia arrastra por las calles y que la mirada de Balzac transforma en signos potenciales, revelaciones de un latido “interior” por explorar, cifras de una existencia cotidiana cuyos procesos minúsculos dinamizan la ciudad y, en última instancia, su historia.

Aquí Balzac prefigura a Walter Benjamin, cuya obra capital, The Arcades Projects, parece erigida sobre el principio básico que emana del fragmento citado y que ha dado origen a lo que hoy se denomina ragpicking history. La descripción del método, así como aparece en un formidable ensayo que acompaña a los archivos de Benjamin, parece una evocación de las palabras de Balzac: “El trabajo de recolección del ragpicker está relacionado con el suyo: The Arcades Project pretende recolectar los residuos de la historia. Como un hombre pobre y abrumado que selecciona con sabiduría entre la basura del día previo, el historiador materialista escoge entre todo aquello que la gran historia desdeña, entre todos sus desechos”.

Marco Escalante, ensayista peruano radicado en Chicago. Autor de Malabarismos del tedio (Editorial 7vientos).