Palabras que jamás usaré: torrentera, altozanos, moruno, rabera, hacecillos, cenefa, apechusques, arenisca, zarcillos, murmurio, desposorio, alhorines, gualdos, entasadas, moza, sonoroso, inquietadora, orobancas, alcarrazas, cantarero, olvidanzas, etc, etc, etc.

Algunas porque ya están casi muertas. Otras porque remiten a la prosa española envejecida del siglo XIX. Otras porque simplemente parecen rebuscadas.

Más dramático aún: las que aluden a realidades que a mí, y tal vez a mi generación, nos parecen absolutamente ajenas. Saco estas palabras de un libro que abunda en páginas sencillas, pero escritas en un tiempo en que el léxico reflejaba una relación más cercana entre la ciudad y el campo. El autor sabe el nombre de una infinidad de arañas y plantas, todavía más, sabe sus costumbres: es un entomólogo, un botanista aficionado que ha leído, con el mismo interés que ha procurado a Schopenahuer, tanto a Maeterlinck como a Linneo.

Nosotros ya vivimos sin arañas. Nuestros jardines son remedos pálidos de los huertos de antaño. Hemos reemplazado el conocimiento y el amor con el mero placer decorativo. Por eso los ojos se detienen en los jardines sin mucho entusiasmo, la naturaleza en ellos luce famélica, fácil.

No es una queja. El mundo se ha ensanchado en otros aspectos. Nuestro léxico tiene que ser, en gran parte, digital y abstracto. Mi autor todavía veía al hombre poderoso escuchar misa en la misma iglesia a la cual él iba. La imagen nos traslada a esa escena provinciana en que las liturgias unen al alcalde, al hacendado, al prefecto, al jefe de la policía, al campesino más humilde y al mendigo. Hoy el poderoso es un hombre anónimo, las movidas del capital son clandestinas, y al espacio público jamás concurre quien haya hecho suficientes méritos para ser asesinado.

Ana María Matute

Recuperar las palabras del pasado parece un empeño noble. Un empeño a contracorriente incluso, porque el conocimiento, que mira, en términos de expresión, hacia el futuro, apunta al neologismo, no al arcaísmo. Cada realidad exige un nuevo lenguaje, y cuando tal realidad sufre una mutación esencial, la realidad que ya fue arrastra consigo una infinidad de palabras que el tiempo ha erosionado con el mismo rigor con que erosiona las cosas.

Las palabras son también reliquias, residuos de un tiempo muerto que uno saca de los anaqueles como si fueran joyas escondidas en arcas desprovistas de sentido práctico. Cometer la atrocidad de incluirlas en un texto, es como presentarse con un peinado rococó o un traje de la Ilustración en un baile contemporáneo. La palabra adquiere, en tal circunstancia, la involuntaria calidad del disfraz.

Cómo salvar de la ruina estos términos que ya no pueden ser remozados. Cómo construir con ellos una batería léxica que oponga la facundia del pasado a la economía verbal de las criaturas digitales. Cómo imponer la maleza, las enredaderas verbales de los siglos floridos en un mundo de fórmulas funcionales, algoritmos y tweets.

La conversión de estas palabras en objetos de museo, adelanta la crisis actual de la lengua materna. Así como esos libros de siglos pasados nos educaban en la abundancia de la cultura, la lengua materna nos ofrecía la riqueza de la vida cotidiana. Cuántas palabras no adquirimos de nuestras madres, de su continuo lidiar con proverbios y frases populares, su intuitiva caza de términos rebuscados que nombran cada partícula, incluso las invisibles, del universo doméstico.

Son cosas que no te puede enseñar una computadora.

En suma, cuando uno lee libros viejos, sobre todo cuando tales libros no le temen a la afectación ni al adorno, lo que uno envidia, más que la riqueza léxica, es su flexibilidad. El hecho de que en su abundancia reside lo posible. En la multitud de sus modos sintácticos, el flujo incesante de sus descripciones, uno imagina todo lo que pudo ser. La literatura no es cosa muy diferente de la alimentación: depende de recursos al alcance de la mano.

Las loas a la austeridad expresiva, tanto en teoría como práctica, hoy son cosa axiológica. Nadie pierde el tiempo denostando la munificiencia. En ese paraíso léxico, enriquecido seguramente por la ausencia de una cultura imperial de la imagen, las palabras anacrónicas son fantasmas tentadores que inevitablemente evocan sueños en apariencia perdidos: la erudición, el espíritu renacentista, la filología y la enciclopedia.

Y con ello, un sueño todavía más noble: el aislamiento, la torre de marfil. O la senda que sigue el hombre que quiere estar “solo consigo”, que no es precisamente la senda de la academia –por loable que sea su objetivo.

La nueva erudición –que implica, en la medida de lo posible, un intento por superar la fragmentación del conocimiento– necesariamente explora el campo del cine y la fotografía –territorios donde la descripción verbal muchas veces sobra, y donde la palabra, para sobrevivir, tiene que explorar, más que lo dicho, lo inefable. Se puede desbaratar cualquier remedo ingenioso del principio aquel que reza que todo pasado fue mejor, aplicado al campo de la cultura, simplemente especulando en torno a la vida del hombre de letras tanto antaño como hogaño (¡hogaño! Qué palabra para vieja): así como hoy existen silenciosos sabios de vida monacal que igual escriben sobre la historia del realismo como de los filmes de Aleksander Sokurov, hace siglos, esos hombres de conocimiento enciclopédico, seguramente caminaban mucho, y cuando querían descansar tanto de la caminata como del conocimiento, seguramente se aburrían como nosotros y malgastaban las horas sin hacer absolutamente nada.

La única verdad absoluta es el tedio.

Ciertamente hoy abundan escritores que saben muy poco de filosofía clásica, casi nada de filosofía medieval, nada de filosofía moderna. Pero lo poco que saben de filosofía, tal vez lo compensen con una fervorosa incursión en ese dominio que todavía carece de los prestigios de lo consolidado por siglos: el cine. Mucho literato de hoy en día, tiene erudición cinematográfica, y erudición en materia de rock.

De hecho, mucho literato actual soñó, hace no mucho, en tener su propia banda. En cantar, más que en escribir. Otros todavía sueñan con hacer, o al menos escribir, una película. El cine y el rock son dos troncos insoslayables en la formación del nuevo hombre de letras. Sería triste, además de estéril, que no fuera así.

Las palabras fantasmales que he tomado de un libro desfasado –pero hermoso a ratos– de Azorín, tienen, sin embargo, dentro suyo, el poder contradictorio de lo melancólico y lo vetusto. Tienen de la catedral ruinosa que los viajeros admiran, y de la casa inhabitable que reclama pronta demolición y reemplazo.

Marco Escalante. Ensayista peruano radicado en Chicago. Autor de Malabarismos del tedio (Editorial 7Vientos).